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Meras inquietudes
Por supuesto, usted como yo —y claro, como todos los lectores de esta columna—, conoce el costo de ser decente.
Decente, sí, así sin más: decente, honrado, honesto, probo, íntegro.
¿Y cuál es dicho costo? En teoría poca cosa: Implica que si deseamos algo, tenemos que invertir un esfuerzo proporcional para conseguirlo, porque nos exigimos obtenerlo únicamente por medios legítimos.
No compramos chueco, no damos mordida, no abusamos de la ignorancia o la necesidad ajena (tampoco es nada del otro mundo). Evitamos esos tentadores atajos porque no deseamos ser objeto de ninguna impugnación. No es que estemos pensando en ganarnos el Cielo, es simplemente que una conciencia impoluta nos resulta más ligera y práctica, y que deseamos contribuir con el menor número posible de decibeles, imecas, o gamepuntos (no sé en qué se mida) al desgarriate nacional.
Hablaba del costo, pero terminé sin querer hablando de la recompensa, que es así de sencilla: ni se nos van a abrir las puertas del Paraíso, ni ceñirá nuestras sienes una corona de laurel (lástima, porque es re bueno para cocinar), no vamos a salir en tv (no por ello al menos), ni nos van a hacer un descuento en el restaurante de cortes finos. Ya parece:
— ¡Oiga, pero es que yo soy muy honesto!
— ¡Hombre! Haberlo dicho antes. Le voy a cobrar nomás la ensalada y allí lo que usted guste para los muchachos de la cocina.
Nada, la recompensa es tan simple como intangible, pero no por ello menos real.
Pero claro, a las personas muy podridas esta recompensa les parece ridícula, insignificante o de plano inexistente. Así que, ¿por qué habrían de tomarse la molestia de andarse por el incómodo, anodino, insípido, largo y sinuoso camino de la virtud?
Esas personas podridas son las que optan por los atajos, que son siempre desviaciones de lo que es bueno y moral (por algo el término en cuestión es “rectitud”).
Se desvían porque de hecho se creen que son más inteligentes que los demás, creen que a nadie antes que a ellos se le habría ocurrido saltarse la fila, amañar un contrato, facilitar con un soborno, pasarse el convenio social por los genitales, hacer chapuza.
Deben pensarse que no le pasa a uno por la mente, que no lo sopesamos y decimos “¡No! Prefiero seguir por la senda que marca el mapa de la Ley”. No lo creen, no lo conciben, se creen muy listos.
Lo que sí es que desconozco cuáles son los costos y las recompensas de vivir de acomodaticio, instalado en la ilegalidad, en la corruptela, en la complicidad y en el lujo indefendible.
Intuyo, me los imagino. Podría aventurarme a citar unos y otros, a riesgo de quedarme corto:
El costo debe ser tener que apagar para siempre la brújula moral, para vivir engañándose, renunciando así al criterio ético, uno de los rasgos más humanos. Es decir, descender unos escalones en la escala evolutiva.
Habrá que soportar también (en el caso de las figuras públicas de dudosa solvencia moral) el acoso de los cuestionamientos, tener siempre un subterfugio retórico para salir del paso o siempre despejada la salida de emergencia del cinismo. Habrá que soportar algo de escarnio y ahora, gracias a las redes sociales, mucha guasa viral. El miedo a pisar el bote, pero en nuestro País casi no sucede.
Tendrán que resignarse a que su nombre y apellidos (apellido que les dieron sus padres y heredan a sus hijos) están manchados indeleblemente y para siempre asociados a todo lo que es deshonesto y malo en nuestra sociedad.
No sé si sea todo, pero como precio a pagar, ya es algo, ¿no?
Bueno, pero ¿y la recompensa?
Pues supongo que vivir con cierto lujo o desahogo, manejar cierto coche, mandar a los hijos a colegios de prestigio, tener muchos aduladores, pertenecer a un círculo social que parece una élite donde se toman las decisiones (aunque sólo es un sindicato delictivo). Quizás quedar bien con un “Padrino” y gozar de sus favores o alimentar el sueño guajiro de suceder a dicho “Padrino”.
La verdad, no se me ocurre mucho más. No sé, propiedades, vacaciones… Pero son cosas que como quiera da el trabajo honesto. Y nada, absolutamente nada nos vamos a llevar al Más Allá. Así que no sé.
Senadora Hilda Flores, senador Tereso Medina. ¿Cuál es la recompensa por apuñalar a México por la espalda? ¿A qué se hacen acreedores por traicionar reiteradamente a quienes dicen representar?
¿Hubo algún bono especial por detener una importante iniciativa a favor de la transparencia, respaldada por medio millón de ciudadanos? ¿Es particularmente costoso o vergonzoso dar la cara por este penoso asunto, tejer una mentira cantinflesca y tratar de embaucar a los coahuilenses? ¿O cuenta como la chamba ordinaria?
Son meras inquietudes de parte de quienes vivimos la vida del otro lado, del lado de la honestidad y la decencia. Señor Tereso, doña Hilda, ¿algo que nos puedan comentar al respecto?
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