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Mercedes Murguía: El Paradigma
“Un toque de intensa felicidad y goce personales…”
Mario Herrera
En su libro “Génesis de una estética de la realidad virtual” (INBA-Conaculta, 2012), la investigadora mexicana Margarita Ramírez González cita al crítico francés Pierre Francastel para explicar la noción aristotélica de “mimesis”, tan largamente discutida en la historia del arte:
“Como se ha demostrado, la meta del arte es entonces, lógicamente, descubrir las leyes que permitan representar al universo tan fielmente como sea posible. En último análisis, se trata de un realismo, no del arte, sino del conocimiento.” (“Sociología del arte”).
“Este punto –continúa Margarita Ramírez a renglón seguido- nos lleva a la discusión sobre la fidelidad de la representación en el arte; sin embargo, lo que se vuelve realmente importante son las ideas que giran en torno a creer que es posible alcanzar la meta de la representación fiel y de que existe una perspectiva capaz de ser objetiva para representar un espacio-tiempo figurativo que corresponda a la “verdadera” realidad.”
A pesar de que esa “realidad mimética” de procedencia aristotélica es asumida ya no sólo por muchísimos artistas sino también por los teóricos y críticos posmodernos, coetáneos de la tecnología digital, la posición de éstos se mueve no en los ámbitos de nociones renacentistas sino en otros que han asimilado la “mimesis” como un recurso más, uno de tantos, que enriquecen el acervo de las artes visuales.
La obra plástica de Mercedes Murguía –“Lo añejo y lo cotidiano”: Centro Cultural Vito Alessio Robles- obedece, evidentemente al primer paradigma, el del arte “mimético”, aquél que pretende capturar la realidad y la naturaleza de manera figurativa, “imitativa”.
Por convención o por tradición los historiadores y los críticos han llamado “realismo” o “naturalismo” al inmenso corpus de obras plásticas producidas al amparo de este canon en que la perspectiva juega un papel determinante, desde Giotto, Masaccio y Cimabue hasta los pintores “hiperrealistas” o los fotógrafos que no hacen concesiones a ninguna corriente que desfigure la realidad real.
¿Es Mercedes Murguía una pintora “realista”? No sé si tenga importancia afirmarlo o negarlo. La verdad es que sólo importaría si hacemos un análisis comparativo de su obra y no es éste el propósito del presente texto. Por lo demás, creo que ya he hablado en otras ocasiones de la relatividad de la palabra “realidad”, tan inasible y ambigua como los términos “modernidad” o “contemporaneidad”.
El hecho es que las obras que componen “Lo añejo y lo cotidiano” aluden a eso: al Tiempo, a ése que en un cerrar de ojos nos convierte en polvo, en añeja memoria si tenemos suerte o en un olvido reparador. En estos cuadros lo cotidiano es tiempo ya transcurrido: aquello que en algún momento fue un presente vivo, muy pronto se convirtió en antaño, en añejo, en algo envejecido pero digno de recordación.
El correlato de esta serie de obras es uno de los tópicos clásicos de la poesía: “Ubi sunt?” [¿Dónde están?…] Jorge Manrique, el poeta español prerrenacentista, lo diría inmejorablemente en sus “Coplas a la Muerte de su Padre”: “¿Qué se fizo el rey Don Juan? / Los infantes de Aragón, / ¿qué se ficieron? / ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención / como traxieron?”
Si toda obra plástica no parece sino la fijación de un momento –histórico, social, emocional, intelectivo-, el bodegón es la plena consignación de la fugacidad. En él no se representan figuras humanas sino objetos de la vida cotidiana: la paradoja salta a la vista cuando podemos ver en un cuadro la representación de objetos que han sobrevivido a aquellos seres que los poseyeron, los utilizaron, los manipularon en el trajín de su vida ordinaria o durante el tiempo sagrado del ritual.
La paradoja se torna angustiosa cuando vemos tras un cristal o una placa traslúcida no una representación de objetos sino a los objetos mismos: el penacho de Moctezuma en el Museo de Etnología de Viena, la Piedra de Rosetta en el Museo Británico, la cerámica y la orfebrería mayas, los sarcófagos egipcios, las herramientas del periodo Neolítico.
Los bodegones
Un similar sentimiento de nostalgia, no de naturaleza tan remota, pero igualmente sugestiva y densa, embarga a quien contempla estos bodegones de Mercedes Murguía. ¿Por qué? El bodegón es un género de antigua procedencia: se los puede ver en el antiguo Egipto, en la Roma antigua, en Pompeya; se los puede admirar pintados o realizados en mosaico. Llegan hasta nosotros atravesando diversas etapas de la historia, aunque en cierto momento, como sucedió con el paisaje o la marina, adquieren su independencia y su autonomía. Pero siempre son Tiempo detenido, o la inútil intención de congelarlo.
En cualquier momento, un bodegón es la representación objetual de la ausencia humana. Sobre la superficie plástica no hay hombres, ni niños, ni mujeres; sólo hay objetos y frutos de la tierra. Todo lo representado alude directamente al esfuerzo de los seres humanos, pero éstos no aparecen. Al menos no aparecen mientras el bodegón no adquiere su libertad genérica, hacia el siglo XVII.
El bodegón, la naturaleza muerta, la marina o el paisaje desplazan la figura humana a un segundo o tercer plano, o definitivamente la ignoran. En “Lo añejo y lo cotidiano” la figura humana es indirectamente aludida en algunas de las obras expuestas: “El morral” y “El regalo”, por ejemplo. En la primera vemos la estampa de San Judas Tadeo; en la segunda, una imagen “nacionalista” impresa en un almanaque: un apuesto indio ofrece un rebozo a su mujer en el interior de su humilde cabaña.
Estos ejemplos pertenecen a la colección de “alacenas”, que conforman la mayor parte de la exposición. Tres bodegones de orden “clásico” completan la muestra: “Blanquillos” (pastel), “El garrafón” (óleo/tela) y “Armonía” (óleo/tela, 2010). A manera de citas al pie un tanto conceptuales, varios cuadros han sido acompañados por pequeñas vitrinas que muestran los objetos que la artista representó en sus obras: la estampa de San Judas, jarros de barro, servilletas, tazas y jarras de peltre, el almanaque antes mencionado, tarros, cestas de palma, talavera…
Este inesperado acto museográfico sumerge a la muestra una dimensión sorpresiva, pues nos enfrenta de sopetón a un viejo debate de múltiples implicaciones: ¿lo que vemos pintado sobre el lienzo es una ilusión o una realidad?, ¿ilusión y realidad son equivalentes, como pensó George Berkeley y lo sabe el budismo?, ¿a qué llamamos “ficción” y a qué “realidad”?, ¿la mimesis es una obligación del arte?, ¿”la realidad imita al arte”, como escribió Oscar Wilde en el Prefacio de su “Retrato de Dorian Gray” de manera desafiante?
Las alacenas
“Alacena es el hueco hecho en el muro que disponiendo de puertas y anaqueles sirve para guardar objetos del ajuar doméstico. También se llama así al mueble destinado para guardar la vajilla, cubertería, mantelería, etc., que forma conjunto con el mueble aparador. Suele ubicarse en la cocina, la despensa o el comedor.” (Wikipedia).
Las alacenas de Mercedes Murguía son, a su manera, “vanitas”, como en el fondo es todo bodegón. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, leemos –según la traducción- en el “Eclesiastés”. La antigua alegoría navegó durante siglos hasta llegar a la Edad Media, tiempo elegido para la “Danza de la Muerte”, pero siguió su viaje hasta el Renacimiento, el Barroco, el Neoclásico, el Romanticismo… Y sigue aún con nosotros, en esta era digital y en nuestro imaginario.
Los bodegones y las alacenas –qué pleonasmo- de Mercedes Murguía rinden tributo a esta larga tradición, pero también a la pintura, en el sentido más respetuosamente convencional del oficio. Los bodegones ofrecen la representación de objetos y frutos de la tierra, frutos que recuerdan de manera inmediata el esfuerzo que la necesidad –o la Divinidad- impuso al género humano desde los albores de su emergencia en el mundo. Las alacenas son una versión más de este tributo.
Distribuidos en anaqueles, todo tipo de utensilios, frutos y objetos se ofrecen a nuestra mirada como un testimonio de lo que somos, de lo que hemos sido, sin que importe demasiado su “nacionalidad” o su procedencia. Esto será de interés para el antropólogo, quizá, o para el sociólogo; para la artista son formas que distribuye en un espacio, formas que luchan con la luz y la oscuridad, con el contraste del color y con un sentido de la simetría.
Pero más allá de la forma estas alacenas nos hablan de una manera de entender la vida y el mundo, nos narran a su modo un cuento, nos cuentan nuestro propio cuento: en la alacena “El morral”, por ejemplo, encontramos un pequeño moledor de café, un trasterito de juguete, un platón oval de barro, un depósito vidriado de gas para quinqué, la mencionada estampa de San Judas Tadeo –patrono de las causas difíciles- y, entre otras cosas, un morral de fibra vegetal. Algunos de estos objetos están ahí, “en vivo”, junto al cuadro, bajo la protección de un capelo traslúcido, sobre un breve pedestal.
Podríamos pensar de golpe en “lo mexicano” que caracteriza a esta alacena, como lo hacemos cuando vemos otras obras que exaltan nuestra “identidad”, nuestra “mexicanidad”. Diego y Frida son artistas “muy mexicanos”… Juan Rulfo es un escritor “muy mexicano”, lo mismo que Revueltas o Márquez son compositores “mexicanísimos”. Llamemos “supuestos” a estas nociones que quieren señalar y subrayar características identitarias. Para todas las culturas del mundo estos “supuestos” son de vital importancia.
“El morral” podría considerarse una obra “muy mexicana”, como “Alacena michoacana”, “Día de muertos”, “El regalo”, “El jarro tlaxcalteca”, “El chiquihuite”, ¿”La Merced”?... Pero otras fueron pintadas a manera de homenajes a otras culturas, como la “Alacena francesa”, “La cosecha” (2013), “El relicario” y “La mandolina”. La segunda alude a la cultura alemana –bota de vino en cuero, botellas, botellones, uvas, copas con vino tinto, un tarro de El Tirol…-; la tercera, a España –estampa de la Virgen de la Macarena, una estampa taurina, un relicario (“Pisa, morena…”)-; y la última, a Italia, particularmente a Venecia: dos antifaces, jarra de porcelana, botellas de vino, una mandolina…
Estas alacenas se mueven entre el Barroco y un agónico siglo XIX que continúa exhalando durante la primera mitad del XX los suspiros de una época extinta. Pero aquí está la pintura, aún viva, a pesar de haber sido decretada muerta varias veces. Estos bodegones y alacenas fueron elaborados recientemente por la artista; el menos nuevo data de 2010. “Las imposibilidades físicas de la muerte en la mente de alguien vivo” –el célebre tiburón tigre suspendido dentro de un depósito lleno de formaldehído-, pieza del británico Damien Hirst, fue hecha en 1991.
Regalo y armonía
El arte de hoy es más libre que nunca. Otros puedes trabajar con el sonido, el performance, el concepto, la electrónica y todos los recursos que la tecnociencia pone a nuestro alcance. Mercedes Murguía sigue siendo una pintora que es feliz ante el lienzo o el papel; está a su gusto con el color, la línea, la perspectiva, el claroscuro. ¿Alguien se atrevería a censurarla? No lo creo. Después de todo, el lenguaje de la imagen es eso: morfología e iconografía. Y la forma y la imagen pueden ser trabajadas por el artista, echando mano de los recursos que desee.
Querría comentar una a una todas las piezas que componen “Lo añejo y lo cotidiano”, pero el espacio me es adverso. Destaco sólo, entre los bodegones, uno: “Armonía”. Y entre las alacenas, ésta: “El regalo”. Diré por qué.
“Armonía” es un óleo pintado en 2010. Representa una alegoría, acaso cándida, pero cuya técnica muestra a una artista hábil y sagaz. No creo que un cuadro como éste pudiera ser pintado por un hombre: la visión de la “armonía” matrimonial y familiar es demasiado idílica y, digamos, ¿femenina? Al contemplar todos esos objetos ceremoniales y risueños sobre la gran mesa, a medias cubierta por un mantel de rico bordado, uno se formula la pregunta inevitable: ¿es que de verdad se alcanza la felicidad en el matrimonio?
Un candelabro, una jarra de plata cubierta con una servilleta bordada a mano –como antaño-, unas finas copas, una botella de champagne, un florero de cristal abrumado de rosas, granadas que ofrecen sus entrañas al espectador, un retrato nupcial, un puñado de arras, un gran vaso que contiene espigas de trigo, un cirio pascual… Y ese mantel que parece una alusión al gran Vermeer. Éste es un bodegón nupcial en toda forma. Un bodegón barroco. Y la pregunta sigue en el aire, como una moneda que lancé no sólo desde la primera vez que vi este cuadro.
Otra clase social contemplamos en la alacena “El regalo”. Sobre los anaqueles, varios objetos y frutos: un gallo de lámina coloreada, una cesta de palma con vegetales, una jarra, un plato michoacano y, entre otros elementos, un almanaque como los que solía haber en la casa de cualquier mexicano. El almanaque, a su vez, ofrece otra imagen:
En el interior de una humilde cabaña una hermosa mujer está sentada en el suelo, frente al metate, moliendo granos de maíz; ella sonríe complacida ante el gallardo indio –como ella idealizado- que, de pie, le muestra el regalo: un rebozo de color “rosa mexicano”; hay un niño pequeño en la escena, el hijo de ambos es de suponer. La puerta abierta nos deja ver un paisaje estilo José María Velasco. Todo huele y sabe a México.
En esta alacena, como en otras, la presencia humana es indirecta. Cualquier teórico posmoderno hablaría aquí de “intertextualidad” o algo parecido. “Alusión” es una palabra menos pomposa. Esta pieza alude no sólo a la presencia humana sino a una particular clase de presencia. Los tres personajes del almanaque son indígenas… absolutamente idealizados, al modo de Jesús Helguera pero sin su genio. Los pintores de almanaque, hay que decirlo, pocas veces alcanzaron la maestría de Helguera. En esta alacena de Mercedes Murguía vemos la reproducción de una reproducción de ese almanaque: el “original” está en la pequeña vitrina que acompaña al cuadro, y corresponde increíblemente al año 1992, es decir, a un año después de la citada creación de Hirst.
En cualquier caso, estas dos últimas obras ofrecen, a su manera, una “rebanada de vida”, aunque de los seres humanos no aparezca más que su sombra, su alusión. Los bodegones son así, así es la pintura de alacenas: aluden a nuestro paso por la vida. Los objetos, los frutos que arrancamos a la tierra con el sudor de nuestra frente, la condición humana, en fin, se ven re-tratados en este género de la pintura, sin nosotros.
Mercedes Murguía rinde así, desde su taller de artista-portavoz de una tradición mimética o “analógica”, su propio homenaje a esa condición fugitiva, a la Pintura misma y a un paradigma del arte. Ahí, aquí y más allá, seguiremos escuchando la voz de Jorge Manrique: “No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio, / porque todo ha de pasar / por tal manera…”
El dato
> Mercedes es originaria de Iztapalapa, pero se mudó a Saltillo a los 7 años
> Estudió en la Escuela Universitaria de las Artes Plásticas, así como en la Real Academia de San Carlos y La Esmeralda.
> Estudió un año en la Real Academia de San Fernando, dónde pudo recorrer Madrid, Florencia, París y Munich.
¡No te lo pierdas!
‘Lo añejo y lo cotidiano’
Pinturas de Mercedes Murguía
Lugar: Centro Cultural Vito Alessio Robles
Horario: 10:00 a 18:00 horas de martes a domingo
Entrada Libre