Metáfora de lo efímero

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Metáfora de lo efímero


Se han cubierto de oro los suelos. Son las hojas, en esta temporada otoñal, las que nos brindan el espectáculo. Muestran encantadoras imágenes de un cautivante dorado.

En Saltillo el otoño ofrece un maravilloso espectáculo. Con la poeta coahuilense Enriqueta Ochoa podemos evocar esos dorados del trigo, de aquellos primeros tiempos, donde como herencia aún disfrutamos de esponjoso pan de pulque.

Cada estación del año tiene su encanto. En primavera, el reverdecer de las plantas nos recuerda el inicio de la vida y el renacer de la esperanza, la promesa de la existencia. “Todo lo que ves, es semilla de lo que será”, nos recuerda el poeta.

Es en el verano cuando estallan los colores y se pronuncian en definitiva intensidad. Los verdes entonces los encontraremos más brillantes; los rojos escarlatas, fulgurantes; los amarillos y los naranjas, explosivos. El invierno nos encuentra en la despedida, en el adiós y el dormitar de la vida. En algunos, para siempre.

El otoño prepara para la despedida. Es en esta estación donde en la Naturaleza misma la fugacidad llama a la puerta. Caen las hojas con parsimonia y solemnidad. A ratos, cuando el viento se arrebata, se las llevará en una alocada y desesperada danza. Y entonces, el espectáculo se torna espléndido, con todas ellas girando una sobre la otra, dando volteretas en el aire y cayendo con suave y deliciosa gracia.

Lo que nació y maduró en primavera y verano, tendrá en el otoño un anticipado adiós que concluirá en el frío invierno. Los árboles mostrarán ramas magníficas, desnudas, que puestas en la contraluz de las alturas dibujarán extrañas formas y pensamientos.
Bella estación esta la del otoño. Bella en esos arrebatados horizontes del color naranja, ocre, azul. Bella en esos fulgurantes atardeceres. Hermosa en sus contrastes de sombras y luces. 
Brillantes soles que se colocan sobre las azoteas de los hogares. (Costumbre ya perdida. Ya ningún niño se atreve a las alturas de las azoteas, a jugar con fantasmas imaginarios; a enfrentarse con ejércitos ideados en la imaginación; a encontrar objetos dejados ahí por persona olvidada en el tiempo; a leer en soledad y con el firmamento como único amigo).

Estación, la del otoño, que remite a evanescentes recuerdos. Que lleva de la mano por lejanos tiempos; por tiempos que en algún momento estarán perdidos para siempre cuando, como en “El Testigo” de Borges, el último que haya estado ahí, o lo haya oído, se despida y lo haga sin decir adiós.

Memorias que quedarán intactas y resueltas, tal vez, en un cuaderno de otra época. Una descolorida hoja de papel; un refugio en el último cajón del escritorio; una fecha en el calendario que marcaba el día de fiesta, el día del regocijo, las Navidades, los ansiados cumpleaños.

Ahí, las hojas del otoño. Ahí, recordando lo efímero de la existencia. Ahí, quizá, para hacer pensar a la conciencia. Ahí, para gozar de esos días cálidos que anuncian, no obstante, con sus aires frescos, los tiempos congelantes de la próxima estación.

Silencios, abrumadores silencios de otros momentos. La vida que va y se renueva y la vemos pasar y la vemos dormir. La que todos los días nos hizo la rutina, pero que un día se vuelve distinta. 

Un poco, tal vez, en el ánimo de Manuel Machado y su poema “Melancolía”: Me siento, a veces, triste / como una tarde del otoño viejo; / de saudades sin nombre, / de penas melancólicas tan lleno… / Mi pensamiento, entonces, / vaga junto a las tumbas de los muertos / y en torno a los cipreses y a los sauces / que, abatidos, se inclinan… Y me acuerdo / de historias tristes, sin poesía… Historias / que tienen casi blancos mis cabellos. 
Antes de entregarse al viento, las hojas anuncian su final en oro y rojo. Gloriosa despedida. Caen a nuestros pies renunciando a las alturas. Metáfora de lo efímero, de lo breve que es todo. Parábola contra la vanidad y a lo que Thoreau llamó el sórdido amor a las cosas, a la inutilidad de aferrarse a ellas.