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Mi Lucha… contra el feminazismo
Quizás, si nuestras quincenas no duraran sólo cinco días (tres si se atraviesa el fin de semana), si el fruto del esfuerzo en este País no fuera tan magro (pura cáscara y semilla), si la vida no se nos estuviera yendo en abonos chiquitos, tal vez así y sólo así tendríamos más presente a la adusta e icónica pintora mexicana Frida Kahlo.
Sucede que, junto con su amor apache, el muralista Diego Rivera, la sufrida Frida adorna los billetes de 500 pesos que rara vez pueblan nuestras carteras. Por lo que la imagen que tenemos de la artista es cada vez menos cercana a la original y más próxima a Salma Hayek (¡bendito sea Al Qaeda!).
Ayer celebramos el natalicio de esta pintora de camisetas (a mí no me reclamen, yo no la convertí en ícono pop), que como bien señala la nota alusiva a este aniversario es hoy, además de artista universal, un símbolo del feminismo.
Y mientras dicho feminismo conmemoraba a una de sus más encarecidas representantes, yo me daba unos buenos agarrones con el feminazismo, que es como se designa al movimiento que confunde y desvirtúa la auténtica lucha por la igualdad entre los sexos, con meras necedades del estrógeno.
Todo a raíz de la publicación de una nota en la que nuestra decrépita Real Academia de la Lengua Española refrendaba su postura sobre lo innecesario de hacer distinciones en función del sexo en grupos genéricos.
Verbi gratia: “Mexicanos y mexicanas…”, “chiquillos y chiquillas…” “deudores y deudoras…”, etcétera.
La RAE es puntual al defender el punto como un asunto de economía. Es innecesario (es paja, es circunloquio, puro aire caliente inútilmente expelido por la boca) hacer precisiones ociosas cuando aludimos a un grupo mixto por su designación genérica.
“Hay que vacunar a todos los niños del kínder”. Sería un verdadero mentecato aquél que necesitase que le especificaran que es necesario inmunizar también a las niñas. Si ése llega a ser el caso, lo mejor es que se prescinda de la persona en cuestión, pues con su extraviada lógica lo más seguro es que cometa puras pendejadas.
Son las particularidades de nuestra lengua, que la mayoría (no todos) de los plurales genéricos están dados en masculino.
¡Qué se le va a hacer! ¿Qué quieren hacer? ¿Obligar a cada artista a que, en cada actuación agradezca a “su querido público” y “su amada pública”?
¡Suerte con eso!
¿De dónde viene esta postura tan obcecada? De lo estrógenos mal encauzados, sí, pero es fomentado además por la demagogia. ¿Y qué es la demagogia? ¡Carajo! Lo explicamos a cada rato, a ver si ya se les queda:
Demagogia es la dolosa explotación de los sentimientos, creencias y emociones de un pueblo para su manipulación.
-¿O sea que el Gobierno…?
-Así es, los gobiernos entre muchos otros (pero mejor que nadie) nutren esta mamarracha de falsa corrección política.
No hacen nada por generar las condiciones para una sociedad de verdad igualitaria, no crean un marco legal que evite y prevenga en verdad la discriminación y el abuso en contra de la mujer, ni hacen cumplir las leyes que ya han sido promulgadas en este sentido.
Todo lo que hacen es arrancar sus discursos con un “séntido” y pomposo “Coahuilenses y coahuilensas…” y las feminazis se alborozan y hasta sienten rico allá en ciertas regiones ignotas de su anatomía.
Prefieren la palabrería, aplauden la simulación y soslayan los hechos duros, piensan que el mundo cambia primero nominalmente y luego morfológicamente, pero lamento informarles que siempre ha sido al revés.
Y es que, sin duda, la lengua está viva, no es una entidad pétrea. Cambia, se adapta a los tiempos y a la geografía. Pero esta transformación viene de los hablantes, es resultado del consenso. Si se dicta desde el Poder como disposición, significa forzar el cauce de un proceso natural, es imponer ideología y no necesariamente la mejor sino, como ya dijimos, una que sirve sólo para maquillar las verdaderas inequidades, injusticias y atropellos contra la mujer.
Sin embargo, emitir una opinión a este respecto ya me valió que me cataloguen de macho, retrógrado, pusilánime y poco menos que feminicida. Muy bien, si es su gusto, estimadas feministoides, no hay leyes contra lo chabacano, dense vuelo enredándose en su propia sopa de términos superfluos.
Lo cierto es que, todos (“y todas”) los miembros de la especie humana estamos contenidos en un único grupo al que se le denomina en su forma común y genérica “El Hombre” (hominem, homme, homo), por mucho que esto repatee el hígado de nuestras adoradas y bellísimas feminazis.
Así que, si lo que quieren es triunfar en su lucha por la supuesta corrección gramatical, tienen que comenzar por cambiarle el nombre a nuestra especie. Otra vez: ¡suerte con ello!
Mas yo digo, ¿para qué pelear? ¿Para qué hacer esa obligada distinción si, por ejemplo, para referirse a diputados y a diputadas, basta con decir “bola de cabrones”?
¡Del feminazismo, sálvanos, Señor! ¿O debo referirme a la entidad suprema autora de la Creación como “Señora?”
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