Usted está aquí
Mirador 04/09/17
No te pongas celoso, Terry, amado perro mío: este día voy a hablar bien de un gato.
¿Recuerdas que tuvimos uno? Lo trajeron mis hijos cuando ellos y el gato eran todavía niños. Lo encontraron en la calle maullando de hambre y lo trajeron a la casa. Tú no dijiste nada –tú, que con tus ojos de mar lo decías todo–, y mi señora y yo aceptamos al minino con resignación.
Creció aquel pequeño tigre y se hizo dueño de la casa. A mi esposa y a mí nos veía como a sus vasallos. A ti te miraba con desdén. Se apoltronaba como rey en mi sillón. Se iba de la casa cuando le daba la real gana, y regresaba, hambriento y arañado, cuando la real gana le daba.
Y, sin embargo, su presencia fue importante para mí. Me dio un cierto sentido de humildad. Tú me hacías sentir dios. Él me hacía sentir esclavo. Y siempre es necesario alguien que te equilibre, que te ayude a ponerte en tu justa dimensión.
No me tomes a mal, Terry, que diga una cosa buena de aquel gato. Al hacerlo estoy diciendo mil cosas buenas de ti.
¡Hasta mañana!...