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Mirador 16/03/16
Recuerdo aquel día, Terry.
Íbamos los dos –yo, tu joven señor, tú, mi joven perro- por la vereda que sube a la montaña. Los pájaros azules, inquietos y curiosos, nos miraban pasar y protestaban con gritos estridentes por nuestra presencia en su solitario bosque.
Cuando llegamos a la cima me senté a descansar al pie de un árbol, y me quedé dormido. Sentí de pronto que alguien me movía para despertarme. Eras tú, Terry, que sin palabras, con el leve roce de tus patas delanteras, me avisabas que el sol se estaba poniendo ya, y que era hora de emprender el descenso antes de que la oscuridad llegara.
Cuando entramos en la casa era de noche ya. Si no me hubieras despertado habríamos tenido que quedarnos allá arriba, sin agua, sin comida, sin nada con qué protegernos del frío de la montaña.
Siempre fuiste mejor que yo, amado perro mío. Todos los perros son mejores que sus amos. Cuando me duerma otra vez, Terry, despiértame antes de que la noche caiga sobre mí. Juntos regresaremos a la casa.
¡Hasta mañana!....