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Mirador 25/01/17
Ibn-al-Hadid, califa de Granada, se enamoró perdidamente de Jativa, a quien conoció en un lupanar al que solía ir, disfrazado, con sus compañeros de correrías nocturnas.
La llevó a vivir en el palacio, lo que escandalizó a su anciana madre y a la corte. Por ella dejó de gobernar su reino, pues todo el tiempo lo pasaba en el lecho de la hermosa. Terminó por perder la ciudad, que los cristianos tomaron sin combatir. Hadid huyó vestido de campesino, el disfraz que usaba para sus devaneos. En la huída murió su madre, y Jativa lo dejó.
Solo, abandonado, vivía en una cueva del desierto. Vestía harapos; él, que había conocido la caricia de la seda. Comía hierbas y raíces; él, que había disfrutado todas las exquisiteces. Bebía el agua de las peñas; él, que desafiaba las prohibiciones del Profeta para gozar el mejor vino de la tierra.
Y aun así no era desdichado. Los recuerdos lo hacían feliz. Decía a los peregrinos que le daban limosna con tal de oír su historia:
–Una sola noche con ella valía más que todos los reinos.
¡Hasta mañana!...