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Mirador 27/11/17
San Virila salió de su convento. Iba a la aldea a buscar el pan para sus pobres.
La mañana era fría. Caía la nieve, y el cierzo helaba los seres y las cosas. El frailecito sintió pena por aquellos que no tenían ropas de abrigo, ni un techo donde guarecerse, ni un amor o un recuerdo que les tibiara el alma.
Al llegar a la aldea entró en el templo del lugar. La iglesia estaba a oscuras. Ardía sólo en el altar la tenue llama de una lamparilla de aceite. El santo la tomó en sus manos, salió a la calle y la alzó en alto. En ese punto la débil flama se convirtió en un sol resplandeciente que iluminó la aldea y puso en ella un suave calorcillo de verano.
En eso salió el cura de la parroquia. Le reclamó airado a San Virila:
–¿Por qué tomaste la lámpara que ardía en el altar de Dios?
Repuso el frailecito:
–Porque la luz de Dios, y su consuelo, deben salir del templo para bien de todos.
Así dijo Virila. Y el sacerdote ya no dijo nada.
¡Hasta mañana!...