Usted está aquí
Mirador 29/01/18
Salí ayer muy temprano por el camino del Potrero de Ábrego.
La mañana todavía no se decidía a amanecer. El cielo se veía entre azul y buenas noches. Soplaba uno de esos filosos vientecillos que bajan de la sierra y que hacen que cada año suban más arriba dos o tres cristianos.
Una neblina pegajosa ponía brumas en el paisaje y en el alma. Todo estaba en silencio, hasta el silencio. Ni siquiera se oía el ruido de mis pasos o de mis pensamientos.
De pronto aparecieron frente a mí siete venados. No se asustaron al verme. Seguramente creyeron que yo era parte de la niebla.
Atravesaron, lentos, y se perdieron luego en el incierto amanecer.
Jamás volveré a verlos, bien lo sé, pero seguirán pasando ante mí ya para siempre. Vendrán cada vez que el recuerdo disipe mis neblinas. Me mirarán, tranquilos, y otra vez pensarán que soy parte de la bruma.
Lo soy, sí. Pero la visión de esas hermosas criaturas apartará de mí el filoso viento y la grisura de la niebla. Seguiré andando hasta que el dueño del camino decida que ha llegado ya la hora de mi amanecer.
¡Hasta mañana!...