Aquella señora de Sabinas era conocida como “Doña Posdata”. ¿De dónde le vino tan raro apelativo? Tras ese mote, como tras casi todos, se esconde una sabrosa historia. Cada apodo, en efecto, tiene su explicación. A Enrique Burgos, chaparrito señor él, gobernador que fue del Estado de Querétaro, sus conciudadanos lo apodaban “La monjita”. Explicaban:
-Porque es una madrecita de este tamaño.
Hasta las cosas tienen sobrenombres. Al paso bajo nivel que en los años setenta del pasado siglo se construyó en Monterrey, en el cruce de Gonzalitos y Constitución, la gente le puso “Puente Echeverría”. El motivo:
-Es que tiene unas salidas muy pendejas.
Pero ¿“doña Posdata”? ¿Por qué ese extraño apodo? Va de historia. O, más bien dicho, va de cuento, que es mejor.
El esposo de aquella señora de Sabinas era muy dado a entretenimientos de nocturnidad. Gustaba de mancebías y tabernas, y esos quehaceres lo apartaban del domicilio conyugal. El vino y las mujeres de la vida ocupan mucho tiempo; son actividades más trabajosas que el trabajo. Quien las cultiva no tiene tiempo para nada más. Son como la política. Ya se ha dicho que un político es un pobre infeliz que por no haber querido trabajar 8 horas diarias tiene que trabajar 16. Así son las ocupaciones de la noche: toda la ocupan, y también parte del día.
En cierta ocasión llegó a su casa aquel señor. De ella faltaba hacía dos días ya, afanado como estaba en su parranda. Entró, y se halló con la novedad de que su esposa lo había abandonado. Sobre el buró de la recámara encontró un recado escrito con la letra primorosa y redondita que la señora había aprendido en el colegio de monjas. Decía la carta:
“Amor mío: Tú sabes lo mucho que te he querido, y todos los años felices que hemos pasado juntos. Sin embargo, me es imposible ya seguir aguantando tu conducta. Tienes ya dos noches que no vienes a dormir a la casa, y es por eso que a pesar de lo mucho que te quiero me veo obligada a abandonarte.
Tu amantísima esposa”.
Y firmaba la señora con su nombre.
-Hasta ahí todo iba bien -contaba luego el marido abandonado-. Pero al final de la carta mi señora me puso una posdata que decía:
“PD. Ora que me acuerdo, ve mucho y chinga a tu madre”.
Esta historia verídica tiene final feliz. El tiempo todo lo cura: una hora después de leer tan expresivo recado el marido buscó a su mujer y le pidió perdón. Ella lo perdonó. Perdonar es un hermoso oficio que comparten por igual Dios y la mujer. Regresó la armonía a aquel matrimonio, y nunca más el tarambana volvió a apartarse de la buena senda. ¡Qué maravillas obra una mentada de madre a tiempo! Él se olvidó de sus bebistrajos y sus daifas; ella también puso en olvido los agravios pretéritos. Lo que nadie olvidó jamás fue aquella carta, sobre todo su final lapidario y contundente. Desde entonces la señora fue conocida como doña Posdata. Entiendo que todavía se le llama así.
Esta sabrosa relación viene en el libro que ayer dije, merecedor de todo encomio por su ingenio y travesura, llamado “Cuentos, dichos y chistes del norte”, escrito con muy buena pluma por don Antonio Rodríguez Castilleja. Narré con mis palabras esa historia. En las de don Antonio se oye mucho mejor.