Los saltillenses vieron la película “Santa” en los cines de los hermanos Rodríguez, que tenían martes de buen humor done el culto público asistente podía bailar en el foyer del cine a los acordes de la orquesta de don José Tapia R., y luego cantar a coro en las butacas siguiendo la letra de la canción de moda en la pantalla, letra que aparecía en una pantalla, y la gente coreaba las palabras con ayuda de un puntito de luz que se hacía saltar de sílaba en sílaba según iban las notas de la canción.

Se conmovieron también los saltillenses con los dramones que representaban las hermanitas Blanch, tragedias tremebundas de don José Echegaray o don Manuel Linares Rivas, con estentóreos nombres como “La jaula de la leona”, “Mancha que limpia”, o “La Mujer X”. Igualmente oyeron cantar a Salvatore Bonci; aplaudieron las hazañas circenses de los hermanos Esqueda, trapecistas cuyas hazañas en el trapecio eran formidables si se toma en cuenta que todos ellos eran bizcos.

Nos divirtieron los títeres de Rosete Aranda, que ponía su carpa en el callejoncito de la plaza llamada “de Castelar”. Nos asombramos e hicimos ¡ah! y ¡oh!, boquiabiertos, cuando el valiente aviador Roberto Sosa se lanzó en paracaídas desde una avioneta trepidante. Se dolió nuestro corazón cuando el desdichado paracaidista, llevado por vientos de adversa fortuna, fue a caer en medio de una nopalera que estaba cerca del campo de aviación.

Bailaron los saltillenses, sobre todo en aquellos bailes rancheros de la Sociedad Mutualista y Recreativa Manuel Acuña, con la gran orquesta del maestro Lorenzo Hernández, que les daba el veinte y las malas a los solistas de Lara, a Luis Arcaraz o al millonario Pablo Beltrán Ruiz. Bailes famosísimos aquellos, igual que el de fin de año: los señoritos del Casino comían apresuradamente las doce uvas al dar las 12 de la noche, y luego de repartir apresuradamente los abrazos, se iban corriendo a “la Acuña” para entregarse con la merita clase media al regocijo de un baile que no acababa sino cuando ya era hora de ir a misa de 7 a Catedral.

Se emborracharon también los saltillenses, sobre todo en “los Bajos”, taberna inolvidable situada en el sótano del Hotel Coahuila, cantina donde era muy fácil entrar, dificilísimo salir por lo empinado de la escalera que llevaba a la calle.

Se emocionó Saltillo con las canciones de Agustín Lara, a quien el pueblo recibió en triunfo haciéndole salir a fuerza de aplausos y de vivas a recibir el homenaje de la muchedumbre desde el balcón del hotel que lleva el nombre de Urdiñola. Volvieron a vibrar las señoritas saltillenses la vez que vino Pedro Infante vestido de agente de tránsito. Pedrito vendió besos en Saltillo -a beneficio de la Cruz Roja, lo cual justificaba el hecho-, a razón de 50 pesos cada uno, lo que en aquellos años era mucha lana.

Saltillo es otro ya, naturalmente, pero no ha perdido la memoria. Conserva sus recuerdos. Sin raíz no puede tener el árbol ramas ni frutos.