Ella no hubiera podido comprarlo. Cuando veía a su amiga con el saquito de piel sentía la dolorosa punzada de la envidia. ¡Qué habría dado por tener ella uno igual!
Y un día el milagro se hizo. En un arranque de generosidad, o por sentir el gozo de ser más ante quien tiene menos, la amiga le dijo que le regalaba el saquito. Se lo puso en los hombros y la hizo mirarse en el espejo. Ella no lo podía creer.
Los domingos se lo ponía para sentirlo. ¡Qué suavecitas las pieles! Eran de conejo, es cierto; unas blancas, otras pardas, otras tirando a lo amarillo; pero tenían la suavidad de una caricia.
Sus compañeras de la fábrica, pobres igual que ella, le admiraban mucho su saquito. Le preguntaban con tono picaresco:
–¿Cómo le haces?
Y ella reía, orgullosa.
Luego lo conoció a él, y se enamoró. Se hicieron novios. La vez que los invitaron a una boda ella se puso su saquito. A él no le gustó; la hizo que se lo quitara y se pusiera alguna otra cosa. Ella no entendió aquello: ciertamente su saquito era la prenda más hermosa del mundo, propia de reina o al menos de princesa. Pero él sabía más que ella: si a a él no le gustaba, jamás se lo pondría otra vez.
Y como ya nunca se lo iba a poner, le regaló el saquito a una prima suya, con ese desprendimiento que tienen los que aman.
Una tarde que salieron juntas se toparon con su novio. Miró éste a la prima, y ella lo vio a él. Reían por cualquier cosa mientras en ella se agitaban los demonios de celos.
Luego el novio dejó de hablarle por teléfono y de pasar por ella. Y unas semanas después la prima fue a visitarla, y con pena no muy bien simulada, le dijo que la perdonara, pero que esas cosas son así, que ella no pudo evitarlo y que ahora el muchacho era su novio.
–Es muy lindo –le dijo, tú ya lo conoces. Todo lo que me pongo le gusta. Pero lo que le gusta más es el saquito de piel que me regalaste tú.
En el mundo ha habido grandes tragedias, desde el Diluvio Universal hasta Hiroshima y Nagasaki.
Yo pongo junto a esas tragedias la de esta muchacha. Para ella no existe otra mayor.