No hay tal lugar

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No hay tal lugar

Foto: Especial
A 500 años de la publicación de 'Utopía', nuestro colaborador recuerda la obra de Tomás Moro

“Digo, pues, que en los Estados hereditarios que están acostumbrados a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad para conservarlos, que cuando ellos son nuevos. El príncipe entonces no tiene necesidad más que de no traspasar el orden seguido por sus mayores, y de contemporizar con los acaecimientos, después de lo cual le basta una ordinaria industria para conservarse siempre, a no ser que haya una fuerza extraordinaria, y llevada al exceso, que venga a privarle de su Estado. Si él le pierde, le recuperará, si lo quiere, por más poderoso y hábil que sea el usurpador que se ha apoderado de él.”
Nicolás Maquiavelo
“El Príncipe”

Es de suponer que la humanidad ha soñado siempre con un mundo mejor que éste. Porque parece un hecho que algo no resultó en la creación o nosotros lo echamos a perder. Los libros sagrados nos hablan de las sucesivas creaciones del mundo, como si los dioses estuviesen ensayando con arcilla u otro material orgánico la obra que deseaban elaborar. La Biblia nos regala a un hombre perfecto, instalado en una tierra ideal y al lado de su opuesto complementario, una mujer. Yahavé puso en el hombre una chispa de su inteligencia inmarcesible: eso lo distingue del resto de lo creado. Y eso, justamente, lo convierte en un ser angélico y diabólico al mismo tiempo.

“El hombre nace bueno pero la sociedad lo corrompe”, afirma Jean-Jacques Rousseau en su “Contrato social”, contradiciendo a Thomas Hobbes (1588-1679), quien veía en el poder absoluto la posibilidad de domeñar la natural tendencia del hombre hacia la “crueldad”. Dos opuestos largamente discutidos en la filosofía y la teoría política: el “derecho natural” y la legalidad que impone el Estado”. Inevitable citar este tipo de autores cuando hablamos de estas cosas: con todos sus avances, la humanidad sigue preguntándose lo mismo y continúa empantanada en las mismas incertidumbres.

En medio de esta interminable diatriba, el hombre común sigue interrogando su propia conciencia, su propia naturaleza. Las mitologías, las religiones, las cosmogonías, las utopías, las distopías y todas las formas de gobierno que ha inventado la humanidad son, en el fondo, emanaciones de este angustiante haz de preguntas. Por otro lado, algunas pasiones que parecen inherentes a nuestra naturaleza siguen estorbando el desarrollo del transcurrir de la humanidad por el mundo y el tiempo.

Nada más vigente que las utopías. Hoy más que nunca las utopías mantienen su lozanía y su candidez”

La primera vez que leí ese gran poema teológico-metafísico que es “El paraíso perdido”, de John Milton, no me resultó lo suficientemente interesante hasta que –paradójicamente- aparece Lucifer, el malo de la historia. Las cosas se sucedían de manera grandiosa y solemne pero un tanto monótona en el relato lírico de Milton: es la presencia y la acción de Lucifer –el Mal- lo que torna apasionante el poema. ¿Por qué?

Un dramaturgo, un guionista aprenden en las escuelas de arte y en los talleres literarios que “sin conflicto no hay historia que contar”. Si, como afirma Aristóteles, el arte es una “mímesis” de la realidad, una obra de teatro y un guión cinematográfico o televisivo deben aprender de esta realidad, plena de conflictos individuales y colectivos. La historia de los seres humanos es eso: un largo calendario de sangre, como diría Wilde en su momento. Y ese “largo calendario de sangre” no es otra cosa sino la simultánea sucesión de conflictos de toda índole que o hemos aprendido en la escuela y en los libros o en la vida misma. 

Nacer es ya un conflicto. Recordemos a Calderón de la Barca y a Ciorán: el primero hace hablar al príncipe Segismundo del “delito de haber nacido” en “La vida es sueño”; el segundo llama a uno de sus aforísticos libros: “Del inconveniente de haber nacido”. Ineluctablemente, el acto de vivir trae consigo una incesante emergencia de conflictos, lo mismo si se nace en el campo que en la ciudad, lo mismo si nacemos en las altas esferas económicas que en las más pauperizadas, lo mismo si deambulamos en la soledad que en la plaza del trato gregario.

El lexicón de cualquier idioma incluye ciertos vocablos que sin duda existen como tales, pero sólo en el ámbito abstracto del lenguaje, no en el que llamamos “real”: paz, justicia, equidad, armonía (social), humildad, honestidad, felicidad… Sin embargo, todo eso no pasa de ser, en la realidad real, una aspiración, un anhelo. ¿Qué comunidad ha conocido la paz y la justicia? ¿Qué sociedad ha sido equitativa y feliz alguna vez? Estas palabras son, lo sé perfectamente, lugares comunes y frases hechas, pero no pretendo descubrir la Atlántida: mi modesto propósito es celebrar los 500 años de la publicación de un libro.

> El libro fue publicado en 1516. > Consta de dos partes, la primera habla de la Inglaterra del momento y en la segunda se habla sobre la isla 'Utopía'. > Moro escribió el libro estando en Flandes. > Especialistas aseguran que se inspiró en las narraciones fantásticas d Américo Vespucio sobre el Nuevo Mundo.
El dato

Por eso, nada más vigente que las utopías. Hoy más que nunca las utopías mantienen su lozanía y su candidez. Hoy, cuando la humanidad se ve amenazada por el empleo errático de la energía nuclear, el calentamiento global y otras ménades, seguimos anhelando un mundo mejor; seguimos creyendo que después de esta vida –si somos buenos- obtendremos la recompensa de una gloria ultraterrena y eterna; mantenemos la fe en el Dharma y el Tao; soñamos con que un día todo estará bien.

En el centro del dolor individual y colectivo, en medio de la masacre, el crimen, la violencia, la traición y el engaño interpersonal, social y político continuamos encendiendo el fuego votivo de la esperanza. A pesar de lo que se derrumba en torno nuestro y de nuestro propio desmoronamiento, seguimos cuidando esa llama vacilante y escuálida: mantenemos la esperanza. Frases hechas, lugares comunes y cursilería, sí: “aquí me tenéis”, diríamos muchos con el maestro Rubén Herrera.

Dos máscaras se retuercen dentro de nosotros. La tradición atribuye a esas máscaras un origen teatral helénico: la risa que provoca una comedia y el dolor que nos produce un acontecimiento trágico. Podemos interpretar este símbolo abráxico de otra manera: la perversidad y la bondad luchan entre sí y se complementan dialécticamente dentro de cada uno de nosotros y en todos. ¿Mero supuesto ético? Puede ser, pero el mundo habría dejado de existir –o habría alcanzado la hipotética felicidad- si una de estas máscaras ya hubiese ganado la batalla. Después de todo, hemos estado aquí desde hace muchos miles de años. Y si hace dos mil quinientos Platón ya soñaba con algo mejorcito, es de suponer que habrá que seguir esperando… y haciendo.

“No hay tal lugar”: así tradujo Quevedo el nombre de la obra más famosa de Thomas More (1478-1535), “Utopía”. Un “no-lugar”, eso es Utopía: “la isla que tiene en su parte media, –que es la más ancha-, más o menos unas doscientas millas y no se reduce más que en sus extremos en los que se va estrechando progresivamente. Su perímetro, de quinientas millas, parece como trazado a compás, y en conjunto ofrece la forma de una Luna en cuarto creciente.”

De este modo Rafeal Hitlodeo –o Hythloday- inicia su descripción de Utopía. Hitlodeo es uno de los personajes que dialogan en este libro compuesto de dos partes. En la primera, el propio More interviene en la conversación que sostienen varios interlocutores; en la segunda, se deja la palabra al personaje citado, aventurero que acompañó a Amerigo Vespucci en sus viajes de exploración por ese territorio que luego sería llamado “el Nuevo Mundo”.

“Utopía” –originalmente “Libro del Estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía”- fue publicado en 1516, cuando Tomás Moro ocupaba un alto cargo en la corte del tenebrosamente célebre Enrique VIII, en Inglaterra. Cualquiera puede enterarse de las razones aparentes y ocultas que movieron al monarca a mandar decapitar al pensador, cuya cabeza rodó por el suelo un 6 de julio de 1535 para después ser clavada en la alta picota como “escarmiento de todos”, según el Rey.

Ya mucho antes Platón había imaginado una “república” ideal; una que sería gobernada por filósofos y de la que los poetas quedaban excluidos por “ilusionistas” y por creadores de “falsas realidades”, según el pensamiento del discípulo de Sócrates. “La República” no sería el último Estado ideal inventado por los seres humanos: Uthopus –vocablo acuñado por Moro-, es decir, Utopía, se convertirá en el referente moderno de esa sociedad ideal, o mejor dicho, imposible y, como solemos decir gracias a Moro, “utópica”. Porque “no hay tal lugar”, no lo hay…

“La ciudad del Sol”, del italiano Tomasso Campanella; “La nueva Atlántida”, del inglés Francis Bacon y hasta “El Criticón”, del español Baltasar Gracián, son algunas otras utopías imaginadas por otros tantos pensadores y artistas. Entre éstos, imposible olvidar “El jardín de las delicias”, de El Bosco, obra que más bien podría ser calificada de “distopía”, similar a las creadas en la literatura de ficción por George Orwell –“1984”-, Ray Bradbury –“Fahrenheit 451”- y Aldous Huxley –“Un mundo feliz”-. Distopía: antiutopía.

Rafael Hitlodeo cuenta a Moro y a sus interlocutores su estancia en Utopía y describe, paso a paso, las bondades de aquella sociedad ubicada en una isla –como Gran Bretaña- de  emplazamiento más o menos indeterminado. La descripción se convierte, inadvertidamente, en un tratado de política, sociología, ética, filosofía, derecho, economía, estética, religión e imaginación. Usos y costumbres regidos por una equidad y un comunismo no doctrinario y en absoluto fanático, como el marxismo y el “socialismo real”, permean la vida cotidiana de los utópicos, esto es, los nativos de Utopía.

El narrador habla a Moro y a nosotros del fundador de aquella civilización, la única digna de ser así calificada. Su nombre fue Utopo; de éste se deriva el nombre de la isla, antes llamada sugestivamente Abraxa. A partir de este momento, la narración atraviesa ciudades, hábitos y costumbres. Sobre todo aquello gravita algo parecido a la felicidad, al menos a una felicidad terrenal: no se conoce el racismo, las leyes son pocas, claras y eficientes, hay libertad de credo religioso, se evita la guerra aunque se está en constante ejercicio físico, no hay desempleo y las jornadas son de seis horas, el gobernante es un ciudadano más con ciertas ínfimas atribuciones, se desprecian el oro y las piedras preciosas, todo es de todos y no existe la propiedad privada…

La población de todas las ciudades de Utopía mantiene en alta estima al placer, a pesar de dedicar al trabajo –la agricultura- buena parte de su vida. Pero se entiende al placer menos a aquello que da gusto a las cosas de la carne que a otras actividades corporales o estados del alma. El más alto sentido del placer está, nada menos, que en la feliz conciencia de respirar y estar en el mundo. La música es para los utópicos otra fuente de placer. Pero el mayor de ellos es el saberse vivos, simple y sanamente vivos. “Llaman placer a todo movimiento o estado del alma o del cuerpo en que nos complacemos obedeciendo a la Naturaleza.”

Ciertamente existen en Utopía la servidumbre y la esclavitud, pero estas formas de vida son adquiridas: la traición a la comunidad, la corrupción política o religiosa y el crimen son acciones que se castigan de esa manera. No conciben la pena de muerte porque los seres vivos –piensan- pueden seguir siendo útiles a la sociedad.

“Se deduce de tales costumbres –dice Rafael Hitlodeo- la abundancia de todas las cosas, y como éstas se hallan repartidas equitativamente entre todos, nadie puede ser pobre ni dedicarse a mendigar.” 

Ignoro cómo leerían Enrique VIII y otros poderosos de entonces lo que enseguida cuenta el narrador: “Se sorprenden los utópicos mucho más, y abominan como locura, de los honores casi divinos que se rinden a los ricos por hombres que ni les deben nada ni tienen obligación de tributarles respeto por otra causa alguna, sino sólo porque son ricos, aunque los saben sórdidos y avaros y les consta ciertamente que de sus capitales no recibirán un ochavo mientras estén vivos.” ¿Y cómo leen esto los magnates de hoy?

Pero veamos lo que sigue, que tan a cuento viene ahora en México, dados, como ¿somos?, a los galimatías legaloides: “Pocas son sus leyes; ya que un pueblo así gobernado le basta con muy pocas. Lo que primeramente critican en los demás pueblos es el volumen de leyes e interpretaciones, que, aun siendo innumerables, nunca son suficientes. Consideran extremadamente injusto encadenar a los hombres con tantas leyes, más numerosas de lo que es posible leer y más obscuras de lo que cualquiera puede comprender.”

Es claro, ¿no?: las leyes de hoy suelen ser oscuras precisamente para proteger los intereses de los poderosos. En México lo vemos de manera gloriosa y palmaria.

Como sería largo y abusivo continuar, termino este modesto tributo a Santo Tomás Moro y a su Utopía con la última cita, también jurídica, esperando animar a los cuatro curiosos que leen: “Una vez que estos dos males, la parcialidad y la avaricia, se sientan en el lugar de los jueces, se disuelve inmediatamente la justicia, que es el nervio más fuerte de la república.”