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No quimio en Coyoacán
Un limonero antiguo extiende su tronco oscuro que se abre en dos para abrazarse a sí mismo en el ascenso hasta subir a la ventana del segundo piso. Sus frutos vibran con el fondo de un cielo nublado. Desde la cama en sus tejidos blancos, la mirada llega hacia este cítrico regalo, se enmarca el paisaje en una cortina de encajes, también albos.
Aquí, entre libros antiguos, los habitantes de este espacio, termino de leer No quimio, del poeta Luis Aguilar. En una habitación contigua, una mujer de más de 90 años se ha peinado el cabello blanco en una cola impecable. Ayer la vi con un hermoso sombrero de media ala que ladeaba sobre su cara sonriente, para salir a la calle. Verla animada y andar con una sonrisa que tiene raíces en su interior, me da la certeza del brillo de la vida, lo que sea que quede, frente a la muerte.
He dormido en el estudio de su esposo ya muerto. Y el recuerdo de él se mantiene atado a los libros, a la fotografía de ambos, a diminutos tarros de cerámica, un rifle y una vieja botella de Veuve Clicquot Ponsardin Brut a medias. Casi todo permanece igual en esta habitación, me dice Angélica de Icaza, su hija.
Aquí, veo cómo el viento y la luz me dejan ver la tonalidad ambarina en los libros más antiguos. Sin embargo, las maderas de los libreros resisten como si hubieran sudo colocadas ayer. Y aquí vuelvo a leer el poema que abre No quimio: “Hay puertas que no presentan / herida alguna; / que uno ve y podría pensar / que a esa madera no / le pasa absolutamente nada. // Pero eso es porque sus heridas son profundas, / apreciarlas implica un largo viaje; / muchos pasos más de los que estaríamos / dispuestos a dar por una sangre envenenada. // Por lo regular, / estas puertas de apariencia intacta / tienen túneles muy hondos; / ver sus heridas requiere / cavar profundo. [Su salida queda lejos.”
Este libro conversa con los muertos. Aquí veo gente querida a la que conocí, retratada en los versos y en las intenciones del poeta: Dulce María González y José María Mendiola. En este poemario, Luis vuelve a mostrar cómo es que el río de la poesía sigue fluyendo franco y vigoroso en él. Alguna vez me dijo que la tarea de la escritura le era placentera (para nada un problema o una cuestión de sufrimiento para parir versos). Y yo le sumo: prolífica.
Más adelante el poeta escribe: “Un dictamen médico lo cambia todo. / La vida sabe a cero azúcar; / huele a mundo hervido, / pesa dos kilos menos por semana.
// Como si fuera poco, / el sol decide desde entonces / usar gafas oscuras para mirar el día; / mientras en el sofá de lectura / la estética de la fatalidad / documenta la resistencia de cordones, / la expansividad de algunas balas, / la ubicación exacta de las venas.”
Luis Aguilar ofrece poemas como brevísimos ensayos filosóficos en este libro y toca un tema difícil de abordar, por lo abarcador: la felicidad, y nos muestra un universo de significados que resulta luminoso en su verdad: “Todos hombres buscan / siempre / ser felices / : eso es inobjetable, / pascaliano. // Como inobjetable es / que la melancolía / es más por lo que no se tiene / que por lo perdido. // El diablo fue el primer melancólico / : dejó el asiento de ángel / bello aquel, / para hundirse sin fe ni reinado / en las garras del / abismo / que asoma al final / de lo más alto. // Ser felices / : ese es el horizonte. // Incluso de quienes esta noche / han decidido volarse / la tapa de los sesos / en un camino oscuro, / lejos, / muy lejos de casa, / para no heredar a nadie / su fantasma.”
Este poemario es uno de esos que uno siente a urgencia de compartir. No necesita comentarios adicionales ya que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juegos Nacionales Florales en el 2015. Luis Aguilar, quien nos habla desde este diálogo con la muerte y el suicidio, es un poeta y traductor tamaulipeco que ha obtenido diversos premios de periodismo y poesía, entre los que destacan el Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen en 2015 y el Premio UANL a las Artes en 2010. Sus poemarios se han publicado en México, Estados Unidos y Brasil.