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No somos iguales

México es esa casa sin diseño ni planeación, construida con blocs y rematada con castillos de varilla desnudos (porque a lo mejor le echan todavía un cuarto piso), pintada de azul turquesa, decorada con murales de la Virgen de Guadalupe y de las Águilas del América (o del Cruz Azul, no importa), resguardada por un perímetro de vidrios de envases de caguama, detalles de jardinería en latas gigantes de chiles La Costeña, área trasera multifuncional (lavandería, taller, garaje, centro de reciclaje, criadero de prros y zona de carne asada) y dos montículos de arena, sobrantes de la última remozada, que ya cumplieron dos años en a banqueta.

Misma casa que por razones meramente azarosas terminó en una colonia residencial, junto a auténticas monadas arquitectónicas, armoniosas, placenteras a la vista; construidas con los materiales correctos de acuerdo a su contexto geográfico, con las proporciones adecuadas ex profeso las necesidades de sus moradores. El buen gusto hace maridaje con la funcionalidad: son casas limpias, eficientes, climatizadas, casi inteligentes, enmarcadas por hermosas áreas verdes.

Vamos aclarando un par de cosas respecto a sendas viviendas y sus ocupantes:

Ni los habitantes de las residencias coquetas son necesariamente más felices que los del adefesio (sólo creen serlo), ni los moradores de éste último son por necesidad gente ignorante, o rústica, o indolente, o pobre (también pasa que se los dicen tan a menudo que terminan creyéndoselo).

Otra cosa: Las razones de que unos y otros habiten viviendas tan disímiles se remontan tan atrás en el pasado y son tan complejas en la actualidad que afirmar que “es porque unos son trabajadores y otros son flojos” es una estupidez que amerita lapidación (¿verdad, Raúl “hay que chingarle más” Araiza?).

Además, como comentario ya muy personal, no se crea que los fifíes de las mansiones bonitas son gente muy honesta. Hasta donde sé, se han hecho de su hermoso capital y propiedades a costa de la desgracia ajena. Así que no se piense que me los compro del todo.

Sí, México es la casota intrusa en el vecindario “bien” y es de hecho para sus vecinos su indeseable contacto con una vasta colonia popular: Un caserío de países en el que cada uno de estos ostenta en la azotea su bandera junto a un tinaco, un perro mestizo y una antena parabólica.

No me juzgue por favor por la despiadada analogía. Le insisto, a mí no me convencen ni la honestidad ni los méritos de quienes se pudieron hacer de sus “sanpetrinas” residencias, ni creo que sus vidas sean idílicas. Como tampoco pienso que quienes moramos en la casa de interés social con adiciones arbitrarias estemos en un infierno. De hecho en muchos aspectos estamos más cuerdos que los chiflados del norte.

En fin, que ayer el editorial de VANGUARDIA externaba la natural preocupación que puede provocar la posible caída del T-MEC. Ya usté sabe, el actual tratado de libre comercio (firmado, aunque no ratificado) entre México y sus vecinos de las casas bonitas, EEUU y Canadá.

México en efecto, está obligado de alguna manera, por esta vecindad, a ser un comerciante competitivo frente a sus “homólogos”. Y dichos “homólogos” están también geográficamente obligados a transar con su vecino pobre, aunque sus ganas más honestas serían de comprarle la propiedad, para tirarla y construirla de nuevo, bardearla y que los inquilinos ruidosos se mudaran a otra parte con sus iguales en la colonia de los tinacos, pero como no pueden, pues lo mejor es hacernos firmar un tratado que nos obligue a acatar una serie de condiciones dictadas por ellos.

El tratado comercial anterior y el nuevo, en efecto, pueden ser un aliciente para que metamos un poco de orden en nuestra casa (por ejemplo, para que no hagamos fiestas karaoke con narcocorridos hasta las 4 am) y sí, debe abrirnos algunas posibilidades para venderles a estos canijos güeros algo que no sean drogas (deliciosas drogas).

Pero hay que partir de una dura verdad y no sé si los tales tratados internacionales toman en cuenta dicha realidad o parten de ese supuesto de que como países somos todos iguales.

Lo cierto es que no lo somos y no lo hemos de ser jamás (espero): ¿Cómo vamos a estar en igualdad de condiciones competitivas frente a dos potencias imperialistas?

No pregunto lo anterior desde los más románticos complejos socialistoides. Lo pregunto de una manera práctica, simple y lógica: ¿Cómo esperamos medirnos, como comerciantes, frente a un país que destruye naciones del otro lado del mundo sólo para saquearlas, y frente a otro que también explota los bienes y recursos naturales en proyectos abusivos diseminados por todo el extenso Tercer Mundo?

Si usted quiere soy un total neófito en materia de economía internacional (no sé ni usar la banca en línea para ahorrarme una fila en el banco), así que ni se tome la molestia de refutar mis necedades. Sólo respóndame por favor cómo podemos ser tan arriesgados para firmar un tratado con competidores tan desleales, a los que de hecho no les importa fabricar una guerra (una guerra real, con muertos y todas sus desastrosas consecuencias) con tal de tener remates cada Black Friday.

Aunque compartimos con los Trump y los Trudeau un pasado como colonias de Europa, nosotros los Lopitos a diferencia de aquellos, jamás nos hemos convertido en monstruos imperialistas como los que nos oprimían y explotaban. 

Nunca, nunca de los “nuncas” seremos iguales a nuestros vecinos de las casas bonitas.  De allí que las mayores condiciones para que el pacto tuviera matices de igualdad, deberían ser impuestas de nosotros hacia ellos. Cosa que desde luego, sólo va a ocurrir en un universo alternativo donde el reggaetón es música culta.

¿Por qué firmar un pacto desde un principio de igualdad, cuando en realidad no somos iguales? ¡Afortunadamente!