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Nochebuena

Yo venero al Papa Julio I, pontífice de la Iglesia allá en el siglo IV. Si por mí fuera estaría en los altares. Fue él quien decidió que la Navidad se celebrara el 25 de diciembre y no -pongamos por caso- el 2 de marzo, el 10 de junio o el 31 de agosto. Claro, para fijar tal fecha debe don Julio haber consultado gruesos infolios y añosos palimpsestos; debe haber recurrido al consejo de sabios astrónomos y calendaristas; debe haber buscado y rebuscado en la historia sagrada y la profana. Pero hizo algo más, y por eso lo venero: escogió para celebrar la Navidad el tiempo de la caza y de la matanza de los animales domésticos, cuando podían ponerse en la mesa las ricas carnes de venados y jabalíes; patos, perdices y faisanes; capones, gallinas, cerdos, ocas, vacas y carneros.

Diciembre es, en efecto, la temporada de la cacería y la época en que, por no hacer calor, era más seguro el sacrificio de los animales y la conservación de su carne, en aquellos remotos tiempos en que no había más refrigeración que la del frío invernal.

Ciertamente merece eterno aplauso el Papa Julio por esa sabia previsión. No dudo, dije, que su criterio se haya fincado en los evangelistas; en historiadores como Flavio Josefo; en los padres apostólicos: Clemente, Ignacio, Policarpo y Papias; en los hagiógrafos de los primeros tiempos... Pero cuidó muy bien Su Santidad de que el 25 de diciembre hubiera en todas las mesas -ricas y pobres- algo para alegrar el cuerpo, ya alegre el alma por la venida de nuestro Redentor. El gozo del cuerpo sin el alma es hedonismo burdo; el gozo del alma sin el cuerpo es abstracción de místicos. Pero el gozo de cuerpo y alma a un mismo tiempo es inefable bendición.

¡Y tan poco que basta para eso! En Saltillo tenemos con unos tamalitos. No necesitamos el pavo de los americanos; las ostras de Inglaterra tan caras a Pickwick; el bortsh que le servían al zar de Rusia en un huevo de plata y oro labrado en París por Fabergé; el paté de foie-gras de los franceses; el bacalao o besugo de los españoles; el zampone con lentejas de los italianos o el jabato con salsa de cerezas más grato a Luis de Baviera que los bellos garzones de su corte. Nosotros con unos tamalitos tenemos.  

¡Qué gloria! Los hay de puerco, de pollo, de queso, de frijoles y dulce. Hacerlos en la casa es un gran mérito, pero mandados hacer -si se sabe con quién- tambi’en salen muy buenos. En mi casa estamos suscritos a los tamales de doña Coy y de su hija. Mejores no los hay en todo el mundo, dicho sea con el mayor respeto a los demás tamales.

Son tamales por suscripción: si no reserva usted ya puede ir a comprar sus tamales a otra parte. Pero esos tamales son la gloria. Están hechos como Dios manda que se hagan los tamales, sin escatimar el recaudo de mantequita y todo lo  demás que los buenos tamales han de llevar. Estos tamales saltilleros alcanzan la categoría gastronómica de un mole de Oaxaca o unos poblanos chiles en nogada.

El mundo es muy pequeño, y mil quinientos años duran un segundo en la eternidad. Por eso a nadie ha de extrañarle que este día dé yo las gracias simultáneamente al Papa Julio y a doña Coy. Ese Santo Padre, ya lo dije, debe estar en los altares. Y doña Coy también, pero ella en vida.