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Nombres, nombres

¡Válgame el Santo Niñito, ya agarraron a José!...

Así dicen los iniciales versos de un corrido que a Sergio Recio Flores, mi antecesor Cronista, le gustaba mucho. Ese corrido se llama “Los dos amigos”. El Santo Niñito ahí nombrado es el Santo Niño de Atocha, venerado en Plateros, cerca de Fresnillo, Zacatecas.

La pequeña imagen es muy milagrienta, si me es permitido usar esa expresión de pueblo. Niño andariego es el zacatecano, y además travieso, pues por las noches se sale sin permiso del templo y echa a caminar por todos los rumbos comarcanos. Tan es así que acaba el año con los huarachitos desgastados, y es menester mandarle hacer un nuevo par.

Lo que yo no sabía es que muchas señoras en trance de dar a luz ponen a sus criaturas bajo el amparo de la pequeña imagen. Si el bebé nace con bien, y la parturienta sale sin daño de su apuro, esas piadosas madres pagan la manda haciendo bautizar a su niño con el nombre de Manuel, o Manuela, si es niña. Y es que el nombre del andarín de Atocha es Emmanuel. 
Así que ya sabemos: si nos presentan en Zacatecas a un Manuel, o a una Manuela, a lo mejor es fruto -entre otras cosas- de la devoción que suscita el taumaturgo Santo Niño de Atocha.
Hasta los incrédulos creen en el Niñito. Hace algún tiempo hubo sequía larga en Zacatecas. El Gobierno del Estado hizo trámites tendientes a conseguir la lluvia: mandó –sin resultado- un oficio a la Secretaría de Agricultura; contrató a un grupo de danzantes; trajo de Pecos, Texas, un avión cuyo piloto bombardea las nubes con una sustancia exótica que hace que las nubes liberen su carga líquida. Todo en vano. Desesperado ya, el gobernador Ricardo Monreal hizo una peregrinación a Plateros, y de rodillas le pidió al Santo Niño de Atocha el milagro de la lluvia. Tuvieron que traerle un paraguas al señor Monreal, pues cuando todavía estaba rezándole al Niñito cayó un aguacero de esos que le mojan a uno hasta el píloro. Y eso que don Ricardo era en ese tiempo militante del PRD, partido de izquierda, y los izquierdistas no tienen por costumbre recurrir a potencias celestiales para el trámite de sus asuntos.

Yo he ido a Plateros varias veces. En cierta ocasión compré ahí un interesante libro que se llama algo así como “Cien modos de decir que No”. Son respuestas que las muchachas deben aprenderse de memoria para decirlas a sus novios cuando éstos les pidan una prueba de su amor, o sea cuando les pidan aquellito. 

Las respuestas van desde un simple, lacónico y escueto “No” -respuesta número uno- hasta una espaciosa y especiosa homilía en la cual la doncella esgrime argumentos de varios Padres de la Iglesia para negar el tesorito. Ignoro de dónde sacarían tales argumentos los mencionados Padres. Supongo que a ellos nadie les pidió ese tesoro. Por mi parte yo he conservado el libro y lo tengo, por sí o por no, a la mano. Nunca sabes lo que el futuro puede traer consigo, y es bueno estar apercibido.