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Nostalgias de ayer (y antier)

A mediados del siglo pasado -¡ay! tan pasado- se proyectó en el Cinema Palacio una película que hoy figura entre las más clásicas de Hollywood. En inglés el film que digo tiene un nombre algo pedante: se llama: “Now, voyager”. Las palabras están tomadas, creo recordar, de un verso de Walt Whitman. El título con que se conoció en los países de habla hispana es bastante cursi: “Lágrimas de antaño”. Prefiero este otro nombre. Siempre preferiré lo cursi a lo pedante. Lo cursi es solamente cursi; pero lo pedante, a más de ser muy cursi, es también muy aburrido.

En la película aparece Bette Davis, extraña artista de inquietantes ojos a quienes unos consideraban fea y otros juzgaban muy hermosa. Es como la Meryl Streep de nuestro tiempo: no se sabe si es fea o es bella, pero nadie tiene dudas acerca de su extraordinaria calidad de actriz, la mejor quizá del cine actual.

Por el papel que Bette Davis hizo en “Now, Voyager” recibió una nominación al Óscar. Su personaje es Charlotte Vale, una mujer soltera, sin gracia alguna, desgarbada, a quien su madre, tiránica mujer, mantiene en oprobiosa sumisión. Por eso se ha vuelto retraída; tan grande es su timidez es que tratar con extraños la pone al borde del pánico. Un siquiatra amable y elegante -Claude Rains, actor que también sale en “Casablanca”- la conoce y logra convencerla de ingresar en una clínica especializada en problemas psicológicos.  De ese benéfico establecimiento Charlotte sale transformada: aquella solterona sin roce social, introvertida, es ahora una mujer de mundo, bella, segura de sí misma, y hasta con atractivo sexual para los hombres.

En un crucero por los mares de América del Sur conoce a un guapo europeo, Paul Henreid. Se enamoran los dos; y tienen una noche de pasión. La noche de pasión, claro, no aparece en la película. Desgraciadamente el amor de aquellos súbitos amantes es imposible: él es casado y no está dispuesto a hacer sufrir a su esposa con una separación. Pero se aman profundamente. Charlotte conoce por accidente a la hija de su enamorado, una niña que sufre los mismos problemas que tuvo ella. La lleva a vivir a su casa y la transforma en igual forma que la siquiatría la transformó a ella. Aquella chiquilla hosca y huraña es ahora una atractiva jovencita que vivirá a su lado, pues su madre, enferma e impedida, no puede atenderla. Al final de la película el galán le expresa a Bette Davis su tristeza por no poder unirse a ella para toda la vida. Es entonces cuando la actriz pronuncia su inmortal frase, una de las más célebres de todas las que se han dicho en la pantalla: “Oh, Jerry, we have the stars. Let’s not ask for the moon”. “Oh, Jerry, tenemos las estrellas. No pidamos también la luna”. La cámara se vuelve hacia un cielo lleno de estrellas; suena la hermosa música de Max Steiner -el mismo que escribió la partitura de “Lo que el viento se llevó”-, y aparecen en la pantalla las palabras consagradas: “The end”.

A mí me gustan mucho las frases clásicas del cine. Tengo una buena colección de ellas, y he llegado a usar algunas en ciertas ocasiones especiales de mi vida. Por ejemplo aquélla de Arturo de Córdova: “En la vida de toda mujer hay un pecado. Tu pecado soy yo”. Dile esa frase a una dama, aunque sea sin la voz y el acento de Arturo, y caerá en tus brazos y en todo lo demás. La frase de Bette Davis es igualmente imperecedera. Más de una señora lloraría hoy si viera aquella película de ayer.