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Nuestro Saltillo
Lejana, muy lejana aún, parece apreciarse la majestuosa Sierra de Zapalinamé. Creemos notar el picacho, que correspondería a los pies del valiente guerrero chichimeca que de acuerdo a la leyenda moriría de frente al sol, sin doblegarse ante los españoles. También, el pronunciado relieve que ofrece la estampa de su cabeza, y todo ello en medio de una jornada de viaje en tránsito por la carretera 57, de San Luis Potosí a Saltillo.
Ha llovido. A la vera del camino se observan charcos de agua que delatan la caída, minutos antes, de una poderosa tormenta. El paisaje es prístino. Transparente el aire, deja ver una exuberante vegetación en la que predominan las xerófitas. Cactus, albardas, cenizos, gobernadoras, gatuños. El cielo luce poblado de nubes brillantes en su contorno que cargan en el vientre un gris acero anunciando la tempestad.
Un letrero informa del nombre dado al lugar: El Diamante. Seguirán, en medio de estas espléndidas vistas, El Cristal y uno señaladamente poético: Algún día.
Un manto color ámbar se extiende a lo largo de un espacio convertido momentáneamente en pradera. Manchones mágicos que se apoderan del paisaje conforme se avanza. ¿Cómo no imaginar que aquí, en este sitio, bajo la custodia de esa increíble sucesión de montañas que forman parte del entramado de la Sierra Madre Oriental, a alguien se le haya ocurrido pensar en un nombre tan poético como este de “Algún día?”.
Igual de nostálgico, en claro recuerdo de patria chica, otro personaje bautizó uno de estos encantadores pedazos de tierra como “La Parreña”.
El vehículo avanza. El paisaje ha ido transformándose. Atrás se han quedado aquellas plantas del semidesierto y se percibe cómo el motor del camión trabaja más duro para subir las cuestas. A la par, se va topando uno con infinidad de pinos que dotan al ambiente de una rica atmósfera de montaña. Entra el aire fresco. Destaca su pureza.
“Acaba de llover”, escucho decir luego de alabar la calidad pura del aire en mi ciudad. Y sí, Saltillo recibe de nuevo con pequeñas lagunas de agua por aquí y por allá, haciendo honor a su nombre.
Huele a fresco. Huele a pino y a recién llovido. Vivir todos los días la ciudad hace que se acostumbre uno a ella. Esta tarde, Saltillo aparece ante nuestros ojos más limpia, más clara, más transparente.
El agua ha limpiado su perfil. Se llevó consigo el polvo acumulado de semanas y ahora casas, edificios e iglesias aparecen con un nuevo rostro y permite reencontrarnos con colores más nítidos y aromas más fecundos.
Son la Sierra de Zapalinamé, la de Arteaga y su Cerro del Pueblo los activos naturales que hemos de proteger. Hagámoslo. Son el marco encantador de nuestro hogar. Son la cerca natural que nos protege y que demanda nuestra protección.
Al caer la tarde, el cielo traza funambulescas figuras, encendidas por los rayos de sol. De un minuto a otro, las sombras, apacibles, se van apoderando del valle.
Ahora, una plácida luz azul se abre paso por encima de los hogares. En estos, las ventanas ofrecen escenas de vida familiar. Algunos adultos, en los barrios del sur, han sacado sillas o mecedoras fuera de casa, mientras los niños cruzan de acera a acera. Por un instante, se vuelve al pueblo que antaño fuera Saltillo; aquel de la infancia en el que los automóviles no eran, como hoy, ineludible invasión. Los pequeños, dueños de los barrios; los adultos, de las aceras.
Habitemos nuestra tierra agradecidos de tenerla. Y que siga siendo Saltillo el hogar que necesitamos para vivir. Para amar, para trabajar. Para vivir.