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Otra vez la misma Historia

El gran error de don Porfirio Díaz fue haber dado demasiada importancia a la administración, y ninguna a la política. Por cuidar la economía se olvidó del hombre, del mismo modo que hoy, por cuidar la macroeconomía, los gobernantes se olvidan de fincar condiciones para que las obras del gobierno beneficien a los mexicanos más pobres.

Octavio Paz hace una comparación llena de sentido: ni en la pintura de José María Velasco ni en el porfiriato aparece el hombre. En efecto, bien puede decirse que tanto aquel gran pintor como don Porfirio miraban las cosas desde el mismo punto: desde arriba. El orden, la perfecta composición que aparece en las obras de Velasco se advierten también en el gobierno del presidente Díaz. Y en ambos -el pintor y el gobernante-, se puede observar la misma indiferencia hacia la persona humana.

Don Porfirio, obvio es decirlo, estaba alejado del pueblo. Era una especie de gran padre al que sus hijos no veían nunca. La población nacional era una masa amorfa que el gran señor no alcanzaba a ver. Para don Porfirio existía México, pero no existían los mexicanos.

Ni siquiera era el pueblo “la caballada” de la que a veces hablaba el oaxaqueño. Don Porfirio no se refería al pueblo cuando decía una de las frases que tan dado era a repetir:

-No me alboroten la caballada.

Esa famosa caballada la integraban los hombres que figuraban en el escenario de la vida nacional: los políticos, los periodistas, los intelectuales, el clero, los hacendados, los grandes empresarios nacionales y extranjeros… A ellos, que podían inquietarse y entrar en agitación, había que mantenerlos en orden. Los demás -el pueblo- no podían desordenarse.

¿Cómo adquirió don Porfirio la noción de que existía el pueblo? Quizá nunca alcanzó a adquirir cabalmente ese conocimiento. Muy poco tiempo medió entre el estallido de la revolución de Madero y la renuncia y voluntario exilio del hombre fuerte. No es que don Porfirio pensara que el pueblo mexicano no estaba maduro para la democracia. Lo que pasa es que no pensaba en ese pueblo.

Cosa fácil sería decir que Madero representó al pueblo en el movimiento que inició. Eso, sin embargo, sería falsedad. Don Francisco pertenecía a la misma clase que don Porfirio. El ideal que abanderó, la democracia, no era ideal del pueblo, sino de la alta burguesía. Don Francisco I. Madero no era un revolucionario: era un reformador. Si regresara del más allá se espantaría al ver la serie de sangrientos hechos que desató con su Plan de San Luis y con su movimiento del 20 de noviembre de 1910.

A don Porfirio, entendámoslo bien, no lo derribó Madero. Díaz no renunció a la Presidencia por causa de la Revolución. ¿Por qué buscó Madero allegarse la buena voluntad y comprensión de los Estados Unidos? Porque sabía que el viejo Presidente se había malquistado con el poderoso país del norte, por la autonomía que mostró siempre ante Washington. No hubo necesidad de que los americanos intervinieran en México: para que no se diera esa intervención, que habría ensangrentado a nuestro país, don Porfirio tuvo el supremo heroísmo de la renunciación. Sólo por eso se le debería sacar del basurero en que lo tiene la mentirosa historia oficial. Sólo por eso se debería hacer que sus restos descansen en México, y no en un cementerio de París en cuya tumba, por cierto, siempre hay flores que colocan manos anónimas de mexicanos.