El Tilico no tenía oficio, pero sí beneficio. Jamás en su vida había trabajado, lo cual no deja de tener cierto mérito. Gozaba, sin embargo, de un mediano vivir gracias a que era un sinvergüenza. Eso, si bien no es para admirarse, sí es para decirse.

Vivía el Tilico en una vecindad del barrio del Águila de Oro. No tenía mujer, pero sí mujeres. Quiero decir que de repente se juntaba con ésta, luego se le veía con esotra y al rato andaba con aquélla. Su especialidad eran las señoras pintadas, o sea las prostitutas. Solía inspirar en ellas gran cariño, y a cambio les extendía su generosa protección. No por interés: por el capital. Les decía que les iba a guardar su dinerito, no fuera que algún aprovechado se los quisiera quitar.

Ellas, pobrecitas, le confiaban sus caudales. El Tilico se desaparecía y luego de unas semanas regresaba muy campante. Las doñas le reclamaban el depósito.

Él les decía que se le había perdido, y las consolaba con aquello de que el dinero va y viene. Sí: se les iba a ellas y se le venía a él. Bien dice la piedad popular: a nadie le falta Dios.

Llegó el día, sin embargo, en que el tal Tilico no tuvo ya ascendiente entre las mujeres. De ser mantenido pasó a ser tenido en mal. Ninguna le volvió a confiar sus ahorros. Cuando les ofrecía ser su banquero ellas le hacían un ademán obsceno consistente en mostrarle extendido el dedo índice de la mano derecha asomado repetidas veces por entre la curvatura que forman el índice y el pulgar de la otra mano. ¡Qué descortesía!

Fue entonces cuando el Tilico degeneró en ratero. Digo “degeneró” porque el otro oficio, el de padrote, no deja de tener cierto prestigio, a pesar del nombre tan feo que se le da. Hasta canciones tienen los que se dedican a ese giro: una se llama “El Pichi”, y pertenece a la celebrada obra “Las Leandras”, del repertorio español. Hay otras menos alusivas pero igualmente dedicadas a los chulos, como “Cheque en blanco”, “El Calcetín” (ésa que dice: “Como si fuera un calcetín tú me pisas todo el día”, etcétera), y varias más del mismo jaez.

Los robos del Tilico eran pequeños, por eso estaba en riesgo siempre de ir a la cárcel. Si hubiera sido de los ladrones grandes habría recibido protección de los gobiernos. Pero era ladrón chico. Su mayor latrocinio fue el de aquel marrano que criaba una señora en la misma vecindad. Un día que la mujer salió el Tilico se echó en los lomos al de la vista baja y escapó con pasos expeditos. Fue por calle de Matamoros con intención de tomar luego la de Juárez y llegar por Allende hasta el Mercado, donde lo vendería.

Pero el hombre propone, Dios dispone, y luego llega el Gobierno y todo lo descompone. En una esquina estaba el Municipio, es decir un gendarme. El jenízaro ya conocía al Tilico. Le preguntó:

-¿A dónde llevas ese marrano?

-Al centro -respondió el sinvergüenza-. Estaba muy triste el probecito, y lo llevo a que vea los aparadores para que se distraiga.

A la cárcel llevó el gendarme al tal Tilico. En cuanto al marranito, entiendo que el alcalde tuvo chicharronada en su casa ese fin de semana. No era cosa de dejar que el cuerpo del delito se perdiera.