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Otros tiempos de la medicina. Pascual Urías, el ‘Doctor Canela’
En el Saltillo de fines del siglo 19, todos los días caminaba por las calles del centro un curioso personaje, vestido con cierta elegancia, larga capa española y sombrero de copa alta. Invariablemente recorría la misma ruta y lo hacía con la cabeza en alto, fruncido el entrecejo y la boca apretada, como para darse aires de gran señor, a lo que no le ayudaban ni su propio cuerpo, pequeño y gordo, ni su vacilante y menudito paso. Todos lo conocían y todos sabían que detrás de ese gesto se ocultaba cierta ingenuidad. Antes de llegar a su destino, el mismo siempre, hacía estaciones en distintas casas donde al parecer ya lo esperaban, y entre aquellas visitas, unas cortas y otras más largas, se detenía a platicar con los amigos que se cruzaban en su camino. En ocasiones, los chiquillos groseros le cantaban de lejos: “¡Ja, ja, ja, qué risa me da de ver la bola, que rodando va!”. Sin preocuparse demasiado, el doctor Pascual Urías levantaba aún más la cabeza como para darle majestad a su persona, y apresuraba el paso hasta rematar su caminata en la Botica de don Antonio Goribar. La misma ruta siempre, el mismo destino, invariablemente.
En la botica se integraba a la tertulia de los señores y daba consulta a sus enfermos que no tenían dinero para pagar la visita a domicilio. Poco antes de las doce, emprendía el regreso a la casa paterna, donde vivía con sus hermanos mayores y donde se seguía a pie juntillas las normas del buen vivir. Era soltero y gozaba del prestigio que da la buena posición económica de su familia. Al terminar la comida, don Pascual hacía sobremesa de 15 minutos disfrutando un buen café y la plática de sus hermanos y se retiraba a su habitación a tomar la siesta, para la que se ponía camisón y gorro y cerraba los postigos. Se levantaba pasadas las cuatro, se vestía de nuevo y se sentaba a tomar la merienda, igual todos los días, una taza de chocolate con pan fino, y se encaminaba a la casa de Pepe Arizpe, donde cotidianamente se jugaba manilla y cotidianamente, salvo raras excepciones, permanecía de mirón, pues todos le sacaban a su torpeza para manejar las cartas. Participara o no en el juego, el doctor se retiraba a las seis en verano y a las siete en invierno.
Entonces emprendía su diversión favorita, ejecutada con toda regularidad, como si fuera una manda. Se dirigía al mercado, por los rumbos del templo de San Esteban, entraba por la calle de Landín, hoy de Allende, donde las tortilleras sentadas en el suelo, con sus canastos al lado o en el regazo, ofrecían su mercancía; tomaba el pasillo de la izquierda y platicaba con algunas vendedoras en los puestos de flores, frutas y verduras; pasaba por las fondas que despedían sabrosos olores a fritada y barbacoa y daba la vuelta al pasillo de las carnicerías. Después de la cotidiana exploración en busca de alguna muchacha bonita de las que servían en las casas y llenaban el Parián a esas horas, se estacionaba en una de las esquinas exteriores y cuando un taconeo le avisaba que se acercaba una muchacha joven, la seguía apresuradamente y le decía con disimulo y voz amorosa: “Sígueme y te haré feliz”. Generalmente, las muchachas le volteaban la cara, le sacaban la lengua o le contestaban groserías, y él, sin decepcionarse nunca, repetía su juego hasta que el Parián, sumido en la noche, quedaba desierto. Decían las malas lenguas que cuando alguna aceptaba la propuesta, don Pascual le daba una moneda y se retiraba.
Así como el doctor seguía la misma rutina cotidianamente, recetaba siempre lo mismo a todos sus pacientes, así fuera un catarro, una fiebre amarilla o una diarrea: una infusión de canela, receta invariable que le mereció el mote de “Doctor Canela”. Médico por casualidad, el doctor Urías podía presumir de no haber matado a ninguno de sus pacientes con un medicamento inapropiado.