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Páginas del Diario
1
Voy sentado en el Metro, leyendo. Es extraño que haya conseguido un lugar dónde acomodarme, porque el Metro va casi siempre repleto de gente muy atareada o que finge estarlo. Advierto que un hombre me mira eventualmente desde su asiento frontal, pero no hago caso; supongo que mis lentes circulares llaman su atención. Debe de considerarme un snob.
El hombre es de edad mediana: ni joven, ni viejo. Viste ropa sencilla y limpia: una camisa y un pantalón digamos “normales”, unos zapatos lustrados; parece, en fin, la encarnación de lo que usualmente se denomina un buen hombre. En la Estación Otoño el hombre se incorpora y camina hacia las puertas del vagón, pero antes de que éstas se abran, él se acerca a mi asiento y me dice en voz baja y muy respetuosa:
“Es raro ver a alguien leyendo un libro. En esta época todo el mundo anda por ahí atado a sus celulares. Felicidades.”
El elogio, si así puedo llamarlo, me tomó desprevenido. Pensé que sus palabras podían aceptar varias interpretaciones y un equívoco. ¿Qué tal si las personas “que andan por ahí atadas a sus celulares” investigan algo que las intriga en torno de la teoría de los fractales, leen “Crimen y Castigo” o ven “”Casablanca”? ¿Qué tal si miran y escuchan “Simón Bocanegra”, de Verdi, en la pantalla de sus aparatitos?
Sé que resulta un tanto quimérico pensar estas cosas –en México-, pero tampoco debemos infravalorarnos. Es posible que suceda. Aunque la mayoría de las personas que caminan por las calles o que viajan en camión urbano, en taxi o en Metro ostenten un idiota ensimismamiento, habrá otras que ofrezcan un semblante menos desesperanzador. Supongo.
El posible equívoco es éste: si en lugar de ir leyendo “Calígula”, de Albert Camus, hubiese ido refocilándome en una novela pornográfica o, lo que es peor, en algo como “Cincuenta sombras de Grey”, ¿el comentario de aquel desconocido podría ser tomado como un halago? No lo creo. Tal vez me hubiese avergonzado. ¿”Felicidades”? Hombre…
Solemos suponer que todo libro es un monumento cultural, una suerte de retablo sagrado en que se ofrendan suntuosas ceremonias al Conocimiento. No es así. Por muy bellos que sean, no todos los libros son obras trascendentales. Hoy podemos encontrar en cualquier librería ediciones de lujo de obras absolutamente olvidables. La gente, sin embargo, las compra… Es un hecho que el leer –o al menos adquirir, en Sanborns, de ser posible- novelas tabique se ha convertido en una moda bastante lucrativa.
Agradezco las palabras de aquel amable desconocido en el Metro y espero que jamás lea estas líneas. Quiero quedarme con la idea de que él pensó desde la higiene moral y la buena conciencia del hombre civilizado, si tal noción es aplicable a cualquier etapa de la historia de la humanidad.
2
Rocco ladraba insistentemente desde hacía un buen rato en el patio. Ocupado en ciertos menesteres domésticos que nada tienen que ver con las altísimas esferas del arte, me encontraba limpiando no recuerdo qué cosa, por eso no hice caso de los desesperados ladridos del perro.
Cuando por fin se calló y no ladró más me pregunté qué habría pasado. Salí al patio y me quedé hecho una piedra cuando vi a Rocco en plena faena depredadora: sus fuertes mandíbulas, sus puntiagudos colmillos, arrancaban la cabeza de un gatito que, segundos antes, estaba vivo. Pude ver su enrojecida tráquea, sus miembros pequeños e inertes, su indefensión ya nunca más felina.
Hipnotizado por el ancestral espectáculo que se representaba ante mí, no pude dar la espalda y dejar atrás aquella carnicería; no pude evitar el contemplar, con horror, con lástima, con pavor, esa ceremonia natural que los biólogos llaman “el ciclo de la vida” o algo así. ¿O “la cadena alimenticia”? En fin, creo que me doy a entender.
En medio del patio soleado e indiferente, Rocco mordía y deshacía con paciente voracidad a su víctima, un animalito que seguro merodeaba por ahí con curiosa inquietud, apenas momentos antes. A eso se debían los empeñosos ladridos del perro, mismos que escuché con la misma indiferencia del patio, del cielo, del mundo. Ahora, la cabecita del pequeño felino –de pelaje gris plata- ya había sido arrancada del resto de su cuerpo y masticada implacablemente por Rocco.
Todos los océanos de la duda y la incertidumbre cayeron sobre mí entonces. No hace falta consignar aquí cuántas cosas me dije entre los sollozos de un tipo que lloraba como un niño ante la tempestad. Los colmillos de Rocco mordieron las extremidades del gatito, que parecía un humilde juguete de felpa entre las fauces de aquel perro gallardo y esbelto.
No pude o no quise ver más. Regresé al interior de la casa abrumado por las “leyes de la naturaleza”. Entre la barahúnda de inquisiciones me pregunté si los perros pueden tragar pelaje de gato… Y no pude dejar de escuchar el suave crujir de los huesecillos de aquel animalito entre los poderosos colmillos de Rocco.
Horas más tarde, cuando el sol empezó a bostezar, volví a salir para ver lo que había quedado de aquel espectáculo. Nada. Nada, salvo –lo descubrí instantes después- las entrañas del pequeño felino, que habían sido depositadas, ¿desechadas?, sobre un tablón por mi fornido Rocco.
¿Llamaríamos crueldad a este acto? ¿Por qué el perro, teniendo a su disposición un platón de alimento, decidió tragarse al gatito? ¿La naturaleza es “cruel” o simplemente obedece a leyes que no nos resultan del todo ccesibles? Pensar que la humanidad ha seguido siempre esos patrones provoca un poco de ansiedad y acaso una amarga resignación. Todo esto sigue siendo Tierra de Nadie, jungla, desierto o sencillamente “la vida”. Y todo lo demás es mitología.