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Palabras de amor
Con frecuencia escucho historias de Saltillo lejos de Saltillo. Ésta me la contaron en Querétaro. Ahí conocí a un señor que estudió en una escuela de nuestra ciudad. No diré cuál, pues ese dato no interesa al cuento.
Llegué a Saltillo -la narración está ahora en boca del señor- procedente de un ejido, igual que la mayor parte de mis compañeros, casi todos de origen campesino. Eran los años cincuenta del pasado siglo. Al llegar éramos muy jóvenes, casi casi niños. Pero en los últimos años de la carrera ya nos habíamos convertido en hombres hechos y derechos. O algo hechos y algo derechos, pues eso de la hombría y de la derechura tarda uno mucho tiempo en conseguirlo.
Ya estábamos, pues, en la edad de buscar mujeres. No mujer, que eso llega más tarde, sino mujeres, que se necesitan antes. Y batallábamos mucho para conseguirlas. Todos sufríamos un grave problema sexual: no teníamos dinero. A esa edad -y también a otras- la falta de dinero es el mayor problema sexual que un hombre puede padecer.
Otro problema teníamos también: nuestra excesiva timidez. Éramos campesinos, ya le dije, y la ciudad nos imponía temor, y más temor nos imponían las mujeres. Cuando queríamos acercarnos a una la cortedad nos encogía, quedábamos mudos, y las muchachas del talón se reían de nosotros. Volvíamos humillados al internado, con nuestros rijos de varón insatisfechos, y teníamos que hacernos justicia por nuestra propia mano.
Solo uno de nuestros compañeros conseguía mujeres. Era guapo el muchacho, eso sí, pero había otros mucho más guapos que él, y les pasaba lo mismo que a nosotros, que nunca nos pasaba nada. No a ese compañero: veíamos con admiración cómo se acercaba a una muchacha -criadita, casi siempre, pues en las otras ni pensar- y le decía unas palabras, y casi siempre la muchachita se iba con él.
Todos nos preguntábamos cuál era su secreto, de qué misterio o magia se valía para triunfar así de la mujer. Decidimos un día averiguarlo, y comisionamos a uno de nuestros compañeros para que lo siguiera en calidad de espía, a fin de averiguar qué método seguía aquel venturoso hombre para sus conquistas.
Fue nuestro amigo, pues, y se las arregló para seguirlo sin que se diera cuenta. Llegó el envidiado galán a una esquina y desde ahí lanzó un silbidito. Seguramente ya había cortejado a distancia a la criadita en turno. Se abrió la puerta de una casa y salió la muchacha, presurosa. El espía se acercó lo más que pudo, ayudado por la circunstancia de que en el poste de aquella esquina no había foco, y sin ser sentido pudo oír claramente las palabras que le dijo el seductor a la muchacha, y también escuchó la rápida respuesta afirmativa de la joven.
Le preguntamos con ansiedad:
- ¿Qué le dijo, que así la convenció tan pronto?
Nos informó el espía:
- Le dijo: “¿Entonces qué? ¿Jalas o qué?”. Y ella le dijo: “Sí”. Y luego se fueron juntos a un baldío que estaba cerca, y ahí sucedió todo lo demás.
Preguntó uno de nuestros compañeros:
- ¿Qué dices que le dijo?
- Ya lo oíste -respondió con impaciencia nuestro agente-. Le preguntó: “¿Entonces qué? ¿Jalas o qué?”. Y ella jaló.
Y entonces dijo con admiración el otro:
- ¡No, pos con esa labia, cualquiera!
Yo pensé luego en la historia que me contó el señor, y concluí que hay ocasiones en que una palabra basta para rendir a una mujer. Cuando ella quiere rendirse, claro, que si no, entonces ni todos los discursos de Demóstenes bastan para mover su voluntad. Y menos todavía lo demás.