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Palabras y palabrejas

En Santo Domingo, municipio de Ramos Arizpe, vivía don Zeferino. Tenía el recio carácter de los habitantes de esas tierras, de los cuales se dice que son más tercos que una mula. “Cabezones” son llamados los ramosarizpenses, no por el tamaño de su cabeza, que suelen tenerla de proporción normal, sino por su fortaleza, y por aquella tozudez ya proverbial que ha hecho decir a algunos que “los de Ramos pueden parar un tren a topes”. A condición, supongo, de que no sea demasiado largo el tren.

Nadie recuerda ya el apellido de don Zeferino. Debe haber sido Del Bosque, Morales, Coss, Saucedo o Gil; cualquiera de los apelativos tradicionales en la antes villa y ahora próspera ciudad. El caso es que nadie conocía a don Zeferino por otro nombre que no fuera su apodo: el tío Chileta.

¿Por qué se le apodaba así? La palabra “chileta” no es de mucho uso en la comarca. Entre nosotros nada más la ha usado Emilio Zertuche Garza, tan apreciado aquí. Cuando Milito quería manifestar que alguna cosa carecía de valor solía decir:

-Vale pa’ pura chileta.

En el caso de don Zeferino Chileta ese vocablo tenía otra significación. O, más bien, otras dos significaciones.

Sucede que un buen día enfermó don Zeferino. Su señora le administró hierbas y tisanas, le aplicó toda la farmacopea de remedios caseros conocidos. No sintió alivio el enfermo. De Saltillo llegó un doctor a verlo, y le recetó costosas medicinas. El tío Zeferino se puso peor.

-Ándenles -ordenó su esposa a los muchachos-. Váyansen pa’l Saltío y tráiganle la caja a su papá, que de ésta no se salva.

Muy tribulados hicieron los hijos el viaje a la ciudad; le compraron a Chuy Moya, el de los Funerales Saltillo, frente a la placita de San Francisco, una caja de buena calidad, y regresaron con ella a Santo Domingo. Para entonces don Zeferino ya estaba privado de sentido. Acezaba penosamente al respirar; parecía que en uno de esos jadeos iba a soltar el alma.

Pusieron los hijos el ataúd en el cuarto de su padre, al fin que de nada se daba cuenta ya. Mas sucedió que de repente abrió los ojos el tío Zeferino, y vio la caja recargada en la pared.

-¡Cabrones! -rebufó sentándose en la cama-. ¿Conque hasta el cajón trujeron ya? ¡Pos ‘ora, pa’ que se les quite, pura chileta que me muero!

Y no se murió don Zeferino. Recuperó milagrosamente la salud, como si la visión del féretro hubiese sido mirífico medicamento. No sólo eso: pareció cobrar nuevo vigor. Agarró un segundo aire. Su esposa se veía siempre ojerosa, pues todas las noches, sin faltar ninguna, la requería don Zeferino para ejercicios que la traían agotada. Los seis hijos del matrimonio fueron aumentando su número hasta llegar a una docena. Esa hazaña es mayor si se toma en cuenta que a causa de un reumatismo mal cuidado la señora estaba impedida desde hacía luengos años, y vivía en la cama. De ahí quizá tal abundancia de hijos: no batallaba don Zeferino para hallar a su mujer, y ella no se le iba.

Este relato viene en el sabroso libro “Cuentos, dichos y chistes del norte”, de don Antonio Rodríguez Castilleja. Declara él que no sabe si a don Zeferino Chileta le pusieron ese apodo por lo que dijo –“¡Pura chileta que me muero!”- o por lo que hizo, es decir por la docena de hijos que tuvo con su esposa.