Para todo… para nada

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Para todo… para nada

¿Es el mundo real el que por todos los medios cibernéticos nos tratan de llevar a la mesa del desayuno, a las pláticas de sobremesa, a las charlas entre amigos y al intercambio de impresiones en el salón de la escuela? Por todas partes nos sentimos bombardeados de información, de imágenes, de consejos y recomendaciones.

Están ahí para recomendarnos ser mejores padres y grandiosos hijos; los más grandes amigos; para comportarte como el mejor confidente; para enfrentar con valentía los días de duelo; para encontrar la belleza en una línea de poesía (no muchas de las veces la poesía completa, ¿pues quién tiene tiempo para leerla completa? La atención de los cibernautas, argumentan, se reduce a dos o tres minutos ¡cuando mucho!); para entender lo que es la inteligencia emocional y cómo podemos procesarla; para dar y poner en marcha la receta de la abuela (a la que dejamos de escuchar porque está demasiado lejos de nuestro ambiente como para tener ganas de ir a visitarla).

Información y consejos, documentos y videos, todo ello para hacer con nuestra apretada agenda la mejor de las vidas posibles. Atender el celular y las decenas de whatsapps, mirar una y otra vez el Facebook; revisar el Twitter y darle una ojeada a Instagram. Nuestra vida está pegada ahora a Internet, como alguna vez lo estuvo al televisor y antes a la radio.

¿Presentan las mismas ofertas, las mismas tendencias de gusto y moda? Muchos encontraron en la pantalla grande los modelos para el enamoramiento, con aquellas películas de Hollywood y las de la Época de Oro del cine mexicano. Hoy por hoy, las esperanzas de los cibernautas para educarse, para enamorarse, para ilustrarse, para entretenerse, para coincidir con otros mundos posibles están en las redes sociales, en ese universo tan inasible, pero paradójicamente tan a la mano como es el Internet.

Si ya con la televisión se sentía la rapidez y la instantaneidad, lo que ofrece Internet ahora sigue sorprendiendo cada día. Caminar con el aparato que ofrece la información sí hace una gran diferencia con tener que esperar a llegar a casa para enfrentarse a la noticia, encendiendo el televisor. Podían pasar horas antes de poder hacerlo. Recuerdo el 19 de septiembre de 1985 en la Universidad, en mi querida Facultad de Ciencias de la Comunicación, cuando nuestra maestra de Sociología nos preguntó, después de las dos de la tarde, por qué razón lucíamos tan despreocupados: ¿no sabíamos que había ocurrido un gran terremoto en la Ciudad de México? Ninguno de nosotros teníamos siquiera una remota idea. Habíamos salido de casa antes o a la hora en que estaba sucediendo y no volveríamos sino hasta después de las tres.

¿Y de qué manera esto nos está cambiando? ¿De qué manera, si para bien o para mal? Si de verdad con estas herramientas podemos modificar positivamente los entornos en que nos movemos. Si somos incapaces de ayudar o de estar presentes cuando alguien de la familia nos necesita; o si no entendemos en la realidad lo que es inteligencia emocional o no encontramos la belleza a nuestro paso; o no entendemos a nuestros hijos o a quien sea discordante con nuestro pensamiento, Internet y sus redes sociales no servirán para nada, por más que nos maravillen con sus evanescentes deslumbramientos. Por más que fascinen con sus nuevos emoticones, los nuevos tonos, las novedades de sus actualizaciones y las gracias que suelen hacer para intentar que escribamos menos y pensemos menos.

ESE INCIVIL SALTILLENSE

Lo es cuando en una calle como la de Hidalgo –casi esquina con Salvador González Lobo, frente al Centro de Idiomas de la UAdeC– se estaciona en doble fila a las 9:00 de la mañana o a las 12:00 del mediodía, todos los sábados en que hay ahí actividad, para esperar con parsimonia –debemos decirlo– a que desciendan del vehículo su o sus hijos y verlos entrar a la institución.

Si ya estos padres de familia o tutores se estacionaban en doble fila con este fin, complicando el tráfico y poniendo en peligro a sus propios hijos y automovilistas, últimamente se está volviendo costumbre que lo hagan en triple fila, dejando precariamente un carril para el tránsito.

Esos que se apoderan de la transitada avenida están convencidos de que el resto de los conductores deben esperarles el tiempo que les lleve su trámite: ni ellos, ni sus hijos están dispuestos a caminar unos cuantos metros. ¿Cómo? ¡Claro que no!

Lo que sí logran es propiciar un enorme riesgo. ¿Podría el Ayuntamiento tomar medidas?