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Pausar la marcha
Milan Kundera sentenció: “Nuestra época se abandona al demonio de la velocidad, y por este motivo se olvida tan fácilmente de sí misma. Pero yo prefiero darle la vuelta a esta afirmación: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar, y para realizar tal deseo se abandona al demonio de la velocidad; si acelera el paso es porque quiere hacernos entender que ahora ya no aspira a ser recordada, que está cansada de sí misma, disgustada consigo misma; que quiere apagar la trémula llama de la memoria”.
En este contexto, encontré una narración de la periodista española Karelia Vazquez que invita a la reflexión, misma que hace referencia al tránsito hacia una nueva e inusual mirada de la vida que padeció un frenético periodista canadiense: “En Londres, un estresado periodista económico de nombre Carl Honoré se dispone a leer un cuento a su hijo Benjamín antes de dormir. Es la clásica leyenda de príncipes y hadas. Interminable y aburrida para Carl, a quien espera la cena por terminar, las noticias de la tele y varios e-mails sin responder. Prueba a saltarse una página del libro, pero el pequeño de dos años le obliga a retroceder: ‘¡Papá, vas demasiado rápido!’. Carl recupera el pasaje perdido y mira a su hijo buscando alguna pista del tiempo que le queda para dormirse de una vez. Y así hasta que uno de los dos se agota. Esa noche le ha tocado al pequeño, que se duerme un minuto antes de que su padre pierda la paciencia. ‘Esto no puede seguir así’, piensa Carl, sintiéndose el hombre más egoísta del mundo, pero a la mañana siguiente tiene que coger un avión y va a contrarreloj. Razones de fuerza mayor.
Unos días después, Honoré hace tiempo en el aeropuerto de Roma para volver a casa. Rebuscando por las novedades de la librería da con un invento que le parece genial: ¡clásicos infantiles compactados en un minuto! ‘Uno que tiene el mismo problema que yo’, piensa, y se dispone a tirar de la tarjeta de crédito para traerse a casa el CD de Hans Christian Andersen comprimido para ejecutivos con hijos. Justo aquí, nuestro personaje sitúa el punto de no retorno de esta historia: ‘De repente pensé: ¡Dios mío!, ¿en qué me estoy convirtiendo?’”.
La historia es real. Su protagonista, Carl Honoré, existe y sigue viviendo en Londres, pero hoy es conocido como un gurú “antiprisa”.
Que razón tiene Carl Honoré y su pregunta bien podía ir para todos: ¿En qué nos estamos convirtiendo?
Vivir despacio
La palabra prisa tiene los siguientes sinónimos: prontitud, presteza, celeridad, urgencia, premura, apremio, rapidez, impaciencia, furor, diligencia; también se le asocia con palabras como premiar, apremiarse, apresuramiento, aprieto, atropelladamente, vértigo, emergencia, impaciencia, premura y prontitud.
Todos esos términos bien podrían definir el estado en el cual hoy la mayoría de las personas “vivimos”. Habitamos en un mundo –por lo menos en occidente– obsesionado con la rapidez, porque nos hemos hecho a la idea que el tiempo es dinero, por tanto escaso y entonces para lograr lo máximo hay que acelerarnos ante las manecillas del reloj. Así, en cada instante, queremos hacer más con menos tiempo. Estar ocupados y frenéticos nos hace sentir importantes; vivos.
La rapidez es adrenalina, es divertida y su contrario, es decir los vocablos “despacio” y “lento” son sinónimos de malo, desperdicio e ineficiencia. Por eso el caracol y la tortuga no son bien vistos. Preferimos al conejo, a los animales que corren rápido, que son veloces. Por tanto, cada momento es ideal para correr hacia una determinada meta que, por cierto, jamás alcanzamos, ni alcanzaremos.
Lo cierto es que la mayoría vivimos en un ajetreo constante, rehenes del tiempo, con presiones, preocupaciones y sin razones que negativamente afectan nuestras mentes y corazones, “vamos tan a prisa que no nos damos cuenta siquiera lo que se está derrumbando a nuestro alrededor, quién necesita nuestra ayuda, nuestra mano amiga, nuestro hombro para apoyarse”.
Distracción
Hemos convertido a la prisa y a su resultante agobio en un estilo de vida. Por ejemplo, no trabajamos para vivir, sino vivimos para trabajar y este loco frenesí provoca que perdamos los eventos más maravillosos de la vida, que suelen ser incluso gratuitos: como caminar sin mirar las manecillas del reloj, disfrutar de la compañía de un buen libro o de esos amigos que, al igual que el tiempo, se escapan sin poder ser gozados.
Las prisas nos distraen del momento presente, evitan que podamos disfrutar de cada detalle y de las personas que se encuentran a nuestro lado, nos vacunan del deleite que cada día tiene para ser descubierto y gozado.
Desde el punto de vista de la competitividad también tendemos a relacionar la productividad con la velocidad, ignorando que en países como Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia, que son altamente productivos y competitivos, las personas trabajan sólo el tiempo necesario, situación que provoca la envidia de los más eficientes norteamericanos y por qué no, también de los mexicanos más productivos.
Gandhi decía: “en la vida hay algo más importante que incrementar su velocidad”, desde luego existen personas que esto lo saben y por eso nunca corren, porque no tienen prisa por llegar a ninguna parte, sencillamente caminan por la vida. La disfrutan con el sabor de la lentitud.
Un emblema
Tampoco nos hacemos del tiempo necesario para comer despacio, saludablemente, para sentir los sabores y la textura de los alimentos y el placer que esto implica. La hora de la comida, tan significativa en nuestra cultura –que entonces solía ser tiempo de diálogo, de compartir y encuentro familiar–, se ha convertido en un eficaz ícono de las prisas e inclusive de la mismísima desunión; ha provocado la desvinculación con el campo y la pérdida del sentido del gusto y aprecio a los olores agradables.
Tal vez, dejar de vivir la bendita hora de comer como se hacia antaño, fue uno de los momentos –anónimos y casi imperceptibles– que anunciaban una eminente desintegración familiar que luego impactaría al tejido social.
Este fenómeno es global; de hecho, en Italia, cuando en 1986 empresas como McDonlad´s y otras similares invadieron el corazón de las ciudades de Europa, Carlos Petrini, desde la plaza de España en Italia, luchó en contra la comida rápida fundando el movimiento denominado Slow Food.
Petrini escogió a un caracol, inequívoco símbolo de la lentitud, como insignia de esta insurrección, además fundó la denominada “Slow Nation”. Este movimiento innovador, ahora de alcance internacional (cuenta con más de 100 mil seguidores en 153 países y tiene más de 2 mil comunidades productivas), va en contra de la estandarización del gusto, al tiempo que promueve la difusión de una filosofía que combina el placer con el conocimiento e intenta evitar la comida invasiva. Es un movimiento que aborda, entre otros, temas educativos, ambientales, de producción de alimentos a pequeña escala y de sostenibilidad. (http://www.slowfood.com/)
Ante tanto vértigo es necesario buscar un respiro, y uno de los mejores, sin duda, se encuentra en el placer de disfrutar la comida. La comida lenta, bien olida y compartida.
Movimiento lento
El movimiento slow food no se circunscribe a la comida, sino a todos los ámbitos de la vida, para eso hay que decidir a no ser adictos a la velocidad, lo cual no significa ser ineficientes o improductivos, sino al contrario, quiere decir ser más conscientes, responsables, respetuosos y organizados.
Elogiemos y busquemos la lentitud como una forma de vida, tal como lo apunta Martin Descalzo: “tenemos que querer, pero no aferrarnos; disfrutar el momento, sonreír, abrazar, mirar hacia el futuro con confianza y esperanza, porque la vida es sólo eso, momentos, oportunidades que pasan y que no se vuelven a repetir, la certeza de un mundo futuro mejor. La vida es corta, el tiempo se acaba, y no estás sintiendo realmente lo que es estar vivo”. Es cierto, las cosas esenciales de la vida no deberían acelerarse.
Programa Emprendedor
Tec de Monterrey Campus Saltillo