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Recuerdos de feria
Muy animada estaba la feria del 6 de agosto en el Saltillo, muy alegre. De todas partes del país habían venido mercaderes y tratantes; en largas recuas de mulas trajeron sus géneros y sus mercaderías: recios hierros forjados como los de Vizcaya; telas preciosas que al abrirse los cofres en que se contenían dejaban escapar brillos de hilos dorados y de plata; lacas de Michoacán, pintadas con los colores del arco iris; espuelas sonoras de Amozoc; rebozos de Santa María que podían pasarse por un anillo; recios cobijones de Tlaxcala, de trana tan cerrada y urdimbre tan firme que podían servir para llevar el agua sin que una sola gota se filtrara por el tejido. De pueblos y lugares vecinos a Saltillo llegaban los ganaderos y ponían en venta bueyes y caballos, poderosas mulas, ovejas y cabras baladoras. Los tlaxcaltecas, de mirada hierática y silenciosos como esfinges, ofrecían sin decir palabra sus sarapes famosos de Saltillo, riquísima gala que ponía orgullo en su poseedor.
Un comprador andaba entre los puestos de sarapes y los veía muy bien. Se detenía luego ante uno de los vendedores, le preguntaba el precio de su mercancía y casi sin regatear decía que los compraba todos. Pedía al tlaxcalteca que lo acompañara a su mesón llevando los sarapes, que ahí se los pagaría. Regresaba después el comprador y hacía el mismo trato con otro vendedor de sarapes, y luego volvía y trataba con uno más. No sorprendía a nadie eso. Seguramente era aquel hombre un comerciante que compraba sarapes en buena cantidad para llevarlos a su tierra y revenderlos con ganancia.
No se le vio más cuando llegó la noche. Al día siguiente, ya entrada la mañana, extrañado el mesonero porque el forastero no salía de su aposento, forzó la entrada y encontró a cinco o seis vendedores de sarapes tendidos en el suelo, atados de pies y manos y tapada la boca con grandes paliacates que les habían impedido toda voz.
Se despacharon gendarmes a caballo por ver si alcanzaban al hábil y prófugo ladrón, más no lo hallaron. Con los mismos honores se volvieron. Los pobres saraperos se quedaron sin sus lucientes prendas y sin el dinero que por ellos debían obtener. Como dice la gente: les fue como en feria.
Eso sucedió en la feria del Santo Cristo de Saltillo, año del señor de 1811. El suceso causó revuelo en la pequeña población, que se conmovería después con sucesos de importancia más considerable: no tardarían mucho en llegar a nuestra ciudad los oleajes que un cura revoltoso había comenzado. El cura se llamaba don Miguel Hidalgo y Costilla.
Armando FUENTES AGUIRRE
‘Catón’, Cronista de la Ciudad
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