Recuerdos perdidos

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Recuerdos perdidos

En “El testigo”, Jorge Luis Borges estimula una serie de reflexiones a partir, primero, de una escena: un hombre que muere en un establo, un hombre viejo: “ojos grises, barba gris”. Borges retrata en él una desolación que se va apoderando del momento. El hombre “duerme y sueña, olvidado”. Escucha las campanas de la iglesia cercana y el día va desplazando de su sitio a las sombras de la noche.

Con la muerte de este sajón, dice Borges, “el mundo será un poco más pobre”. Él, que escucha esas campanas, cuyo toque de oración lo despierta, había sido aquél que de niño presenció los ritos paganos. “Ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas”.

Borges presenta los signos de la transición más importante para el ser humano. Existen muchos momentos de transición: desde el momento mismo del nacimiento y el continuo desarrollo al que se ve sometido. Aquí, lo definitivo: la vida que se extingue; la vida que, como flama de una vela, se apaga. ¿Qué es lo que cada uno se llevará consigo? 

Vivimos una época juntos, veremos ir a nuestros contemporáneos marcharse uno a uno, lo que se repetirá en uno mismo. ¿Qué se deja en el recuerdo? ¿Qué dejaron ellos y qué dejaremos nosotros a las personas a las que amamos? Ésta y muchas otras reflexiones, a través de los símbolos de la vida, de la muerte.

Y cada uno, su experiencia. En la convivencia de un mismo momento, alguien, de un grupo será, quizás, el que lo recuerde con el transcurrir del tiempo; que se lo llevará en cuanto aquello permanezca fiel en su memoria. Lo demás, será, quizás y con suerte, la repetición de alguno más que un día lo habrá escuchado.

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¿Qué se perderá conmigo?
Saltillo. El penetrante olor de naftalina en una habitación. Tan penetrante, que la memoria no deja de insistir en él y en el ambiente en que se generaba, cuando siendo apenas unas chiquillas cruzaban a toda prisa las habitaciones de aquella casa de gruesos muros de adobe.

Hoy, una lúgubre casa en la calle de Hidalgo que permanece cerrada. Hace tiempo que está así, en una soledad inmensa. Fue ella el escenario de aquel aroma que flotaba en el ambiente, que volvía tan densa la atmósfera. 

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Oaxaca. El sabor achocolatado de un café en lo alto de la sierra. De definitivo colorido, esencia y cuerpo. Un café que habría de acompañar jornadas de lluvia intensa que hacían pensar en el fin del mundo en lo más alto de la sierra. El tableteo interminable de la lluvia en los techos de lámina. Y mientras, con una tenacidad imbatible, el inexplicable arribo a la aislada zona de vendedores de frituras y refrescos de marca comercial. 

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Veracruz. Una fresca mañana. El olor del mar y un niño de 16 años, mirada profunda desde sus ojos profundos, contando su odisea con un par de tiburones al lado de su padre en el poderoso mar esmeralda de Tecolutla.

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Palau, Coahuila. Verano. Un niño de tres años levantando el polvo, sentado, jugando en la tierra. Cochecitos de colores, un yo-yo, canicas. Todo ello disperso en medio de un camino que conduce a la estación de autobuses. Una estampa única e irrepetible que, en paradoja notable, obviamente se repetirá en otros niños, mas nunca igual a este pequeño que ese día, a esa hora del mediodía, jugaba bajo el ardoroso sol del desierto.

Así, como la magdalena de Proust, hay centenares de imágenes, sabores, gustos, pasajes que van aprisionándose en los recovecos de la memoria del corazón. Pasajes que sólo a nosotros pertenecen y que evocan, a una señal, miles de significaciones en torno al lugar y el espacio en que ocurrieron.

¿Qué nos llevaremos cada uno?, nos hace imaginar Borges con su “El Testigo”. Una voz, una imagen, un sonido, un aroma. Tiempos idos, tiempos renovados aún ahora, en días como el de hoy, en días como el de mañana, donde traemos a la memoria la figura de aquellos que se marcharon. 

El recuerdo de la atmósfera que con ellos vivimos. Los días que parecía serían siempre iguales; las noches, la repetición una a una. El recuerdo de sus voces y sus risas. El de sus enfados y entusiasmos. Su andar... su constante andar… y, un día, su partida y, con ella, un pedacito de nuestra vida.