Hay una frase que se repite mucho: “A Saltillo la gente llega llorando y se va llorando”. Con eso se quiere significar que quienes por razones de trabajo o por cualquier otra circunstancia deben fijar su residencia aquí, vienen de mala gana, como mula manchega que se resiste a ir a donde se le ordena. Pero Saltillo ha tenido siempre un no sé qué que qué sé yo. Después de vivir aquí algún tiempo -digamos, un día- ya nadie quiere salir de la ciudad, y el que -otra vez por fuerza, única explicación plausible y posible- debe dejarla lo hace derramando lágrimas aún más caudalosas que las lloradas por Boabdil al abandonar Granada.
Eso decimos los saltillenses. Y lo creemos. Sin embargo acabo de conocer a un monstruo de la Naturaleza; un hombre estrafalario que llegó a Saltillo llorando, como muchos, pero se fue de él, como ninguno, cantando, riendo con alegría desbordante, con ánimo ligero y corazón lleno de júbilo, feliz de verse fuera de este paradisíaco lugar.
Conocí a ese anormal sujeto en Toluca, ciudad que algo se parece a la nuestra, porque Toluca tiene fama por sus chorizos, y ahí ya casi no hay chorizos, y Saltillo tiene fama por sus sarapes, y aquí ya casi no hay sarapes. Cuando el tal señor supo que quien esto escribe es de Saltillo lo vio con ojos de conmiseración, como si le hubieran dicho que su interlocutor venía de Molokai o de algún otro leprosario.
Me contó que hace bastantes años él vivió un tiempo en Saltillo -tres meses, creo-, tiempo que se le hizo una eternidad, aquella eternidad que, nos decían los padres jesuitas de San Juan Nepomuceno, era comparable a un bloque de diamante del tamaño de todo el universo (Saltillo, Ramos Arizpe y Arteaga incluidos).
Cada 100 mil millones de billones de años pasaba una mosca, y con la puntita del ala rozaba apenas aquel colosal bloque. Cuando a fuerza de pasar la mosca y rozar el gigantesco monolito éste se partiera en dos, la eternidad ni siquiera habría comenzado aún. Y tú estabas en el infierno, condenado al fuego eterno por haberte ido al matiné a ver el nuevo episodio de “Las calaveras del terror” en vez de haber ido a misa.
Aquel sujeto le dijo al consternado cronista que él no pudo hacerse a la vida en Saltillo “porque en Saltillo todo mundo se conoce”. Explicó:
-Yo iba a La Canasta y veía al señor Fulano. Iba luego a la gasolinera, y ahí estaba el mismo señor Fulano. Me metía al cine, y ahí estaba otra vez don Fulano. Iba al Camino Real a tomarme una copa por la noche, y ahí me hallaba nuevamente a don Fulano.
Sólo le faltó decir al toluqueño que si hubiera ido a algún motel de paso a echar -o a tratar de echar- una canita al aire, ahí hubiera encontrado también al mismo don Fulano aireando igualmente su canicie.
El cronista, claro, no dio a ver su mohína por escuchar tales cosas de su ciudad. Sin hacer ningún gesto se limitó a pensar que lo que decía aquel choricero señor pertenecía ya a pasados tiempos. Ciertamente en aquellos años conocías a todo mundo en Saltillo, y todo mundo te conocía a ti. Ahora es al revés: a nadie conoces ya, y -peor todavía- nadie te conoce a ti. Eso, si eres vanidosillo, mortifica mucho.