En mis viajes oigo historias muy variadas. Con ellas podría escribir tragedias y comedias. Algunas de esas historias son tan inverosímiles, fantasiosas, extravagantes, absurdas y disparatadas que resultan un fiel retrato de la vida.

En ocasiones no sé si el que me narra uno de esos relatos lo ha inventado, y bajo capa se está riendo de mí. Yo de cualquier manera lo oigo, y hasta de vez en cuando digo cosas como: “¡Cómo!”, para mostrar sorpresa, y que el hablante sepa que estoy poniéndole atención. Aquí tienen ustedes, por ejemplo, la siguiente historia que me contó hace días un señor en cierta ciudad del noroeste.

Un primo suyo, me dice ese señor, era del rancho, de un rancho llamado el Alamito. Cuando niño, un policía rural mató a su padre y abusó de su mamá. Él lo vio todo, y conservó para siempre en la memoria el rostro del asesino y violador.

Pasaron los años, y el primo aquel, ya joven, se enteró de que el hombre era ahora alto jefe policíaco del Estado. Se inscribió en la corporación, y en tal manera trabajó que con el tiempo se ganó la confianza de su jefe, hasta el punto en que éste lo hizo su segundo.

Cierto día se recibió en el cuartel de la policía una llamada anónima. El que llamaba dijo que una casa de las orillas servía de refugio a una banda de narcotraficantes. Fueron allá varias patrullas, y rodearon el lugar. Los delincuentes empezaron a disparar por las ventanas; los policías respondieron el fuego. El jefe le pidió a su segundo que subieran los dos a la azotea de una casa vecina, para acosar a los narcos desde ahí.

Subieron, pues, los dos. Cuando estuvieron arriba -ya nadie los veía- el hombre joven le apuntó a su jefe.

-¿Qué haces -preguntó éste con asombro-.

Respondió el muchacho, tranquilo:

-Jefe: ¿se acuerda usted del Alamito?

El hombre recordó -¿cómo olvidar aquello?- y una mirada de temor apareció en su rostro.

-De eso hace muchos años -dijo.

-Para mí sucedió ayer -contestó el otro.

Fueron las últimas palabras que oyó el jefe.

Al día siguiente el hombre fue sepultado con honores. Había caído cumpliendo su deber, a manos de los malhechores. En venganza por su muerte los policías no dejaron vivo a ninguno de los delincuentes. El segundo en el mando fue uno de los que cargó el féretro del jefe.

Pocos días después renunció a su empleo. Todos dijeron que por miedo después de lo que había sucedido. Él no hizo caso de los díceres.

Volvió al rancho de sus mayores, el Alamito, y puso en pie la casa derruida. Ahí vive ahora, tranquilo y sin rencores. Él también -dijo a su primo- había cumplido su deber.

Me pregunto si será cierta la historia que oí de ese señor. Pienso que no tenía por qué contarme una mentira. Pero también pienso que no tenía por qué contarme una verdad.