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Ríos de amor
Raro año éste: aún no se apagaban los ecos navideños y ya está la cuaresma. Apenas acaba de pasar el 2 de la Candelaria, jubilosa fecha de las levantadas, y 10 días después llega el miércoles de la ceniza, luctuoso y funerario. Y no paran ahí las cosas: 4 días después es la fecha de San Valentín, alegre celebración de amor y amistad.
Hace unos días recordé a O.Henry, el cuentista mayor de Nueva York con todo y Woody Allen. Solía decir ese escritor que la vida está hecha por partes iguales de risas y moqueos. Tenía toda la razón. Un cierto amigo mío posee un solo traje, negro él. Lo llama “Lágrimas y Risas” —como aquella revista de Memín Pingüín—, pues lo mismo le sirve para ir a los velorios que a las bodas. El mismo nombre podría llevar nuestra vida, que de los dos materiales está hecho.
Miércoles de Ceniza, y cuatro días después “ Día del Amor y la Amistad”... No deja de haber una lección en esa coincidencia: muy cerca del dolor está la dicha, y viceversa. En ambas circunstancias -la de tristeza y la de júbilo- deberíamos decir la frase que oí una vez en labios de doña Juanita Flores viuda de Teissier, maestra inolvidable mía. Cuando aún joven me hicieron director del Ateneo, y me sentía yo en la cima —¿existirá una cima?—, ella me llamó por teléfono para felicitarme, pero a la vez me hizo una advertencia:
-Recuerde, Armando: esto también pasará.
Y pasó, desde luego. Tan aprisa que no sé si pasó.
No deja de ser un poco raro que el santo patrono de los enamorados sea un sacerdote, muy seguramente un hombre célibe. Eso es de lo poco que conocemos de San Valentín: su condición sacerdotal. Sufrió el martirio el año 269, bajo el reinado del emperador Claudio. Al parecer fue decapitado. (Quizá por eso muchos enamorados pierden la cabeza). Su fiesta se fijó el 14 de febrero. Un escritor inglés, Chaucer, observó casualmente que en ese preciso día los pajaritos de su jardín empezaban a hacer más pajaritos, como si de repente hubiesen recordado la manera de hacerlos. De ahí viene la extraña relación entre San Valentín y el amor.
Nada dejó de sí este santo, como no sea su leyenda. Ni una epístola, ni una oración, ni un himno. Y sin embargo está indisolublemente vinculado a ideas amorosas. Incluso su nombre sirve en Estados Unidos e Inglaterra para designar las tarjetas y regalos que este día se mandan los esposos, novios, similares y conexos, obsequios que se llaman “valentines”.
Yo arriesgo un pensamiento en esta fecha: el amor es como uno de esos bienes que los romanos llamaban “fungibles”, que no sirven de nada si no se les usa. Entre esos bienes están el pan, la leña y el dinero. El pan es para comerlo; la leña es para quemarla; el dinero es para gastarlo. Pues bien: el amor es para darlo a los demás. Si uno se lo guarda no llega ni siquiera a amor propio: se ahoga y muere dentro de aquel que lo encierra dentro de sí. Debemos repartir el amor, y darlo a todos, aun a quienes -pensamos- no lo merecen. ¿Merecemos nosotros acaso el amor de los demás? Y sin embargo lo esperamos. No nos hagamos esperar, entonces, y celebremos el día de San Valentín perdiendo permanentemente la cabeza, como él, en esa bella locura del amor. Amor a una criatura, lo cual es bueno, o amor a todas las criaturas, lo cual es todavía mejor.