No hay pueblo en todo México que no tenga un personaje en quien encarnan el genio y el ingenio del lugar. Crecen las poblaciones, y en ese crecimiento se pierde el estilo de la gente y no queda memoria ya de sus hechos y sus dichos. Por eso en cada lugar pequeño debería haber un “coleccionista de humanidad”, alguien que -grabadora en mano- hablara con la gente mayor y recogiera el testimonio de lo fue el pasado. ¡Qué de tesoros quedarían así guardados para siempre!
En mis tiempos de estudiante en Estados Unidos conocí la labor de un grupo de esos buscadores. Formaron una asociación llamada “The Red Fox” –“La Zorra Colorada”, traduciría yo con sabor de pueblo-, y sacaban semestralmente una revista con ese mismo nombre. En ella recogían el folclor oral de las diversas comarcas del país: la aldea de pescadores en Maine; el campamento minero en West Virginia; aquella comunidad perdida en las montañas Ozark... De ellos aprendí que la gente común es verdaderamente el pueblo, y que el pueblo es verdaderamente eso que llamamos patria. Desde entonces me gusta oír y recoger anécdotas de personajes pintorescos.
La tía Melchora es figura singular de Los Herreras, Nuevo León, tierra de origen de Lalo González, “El Piporro”, de Ernesto “El Chaparro” Tijerina y de otros nuevoleoneses distinguidos, como mi gran amigo Jorge Pedraza, historiador y periodista, notable conocedor de don Alfonso Reyes.
A la tía Melchora se le atribuye la receta del machacado con huevo tal como la conocemos hoy. Tenía una fondita de la cual eran clientes los ingenieros que hacían la carretera a Nuevo Laredo. Entre ellos el principal era el jefe de obras, a quien correspondía el pago mensual de los alimentos recibidos por los abonados. De él dependía que su personal comiera en la fonda de la tía Melchora o en cualquiera de los establecimientos de sus competidoras.
Cierto día llegó al pequeño restorán de doña Melchora un individuo al que ella jamás había visto. Se sentó solo y aparte, en una mesa del rincón.
-¿Quién es ese prieto mojino? -preguntó con tono despectivo la tía Melchora a unos ingenieros-. ¡Qué feo está el mondao!
-Es el nuevo jefe de obras -le informó en voz baja uno de ellos.
Oír aquello y correr la tía Melchora hacia el sujeto fue todo uno. Lo levantó de la silla, lo estrechó en sus brazos igual que madre cariñosa y le dijo con acento emocionado:
-¡Prenda de mi alma! ¡Ya me decía el corazón quién eras tú!
La tía Melchora acostumbraba subirse de rondón al tren que iba a Laredo. Jamás compró boleto. Cuando el inspector se lo solicitaba ella le respondía con desparpajo:
-¿Boleto? No traigo, sobrino. Además ¿pa’ qué lo queres? De cualquier modo vas pa’llá ¿no?
El general Bonifacio Salinas Leal, hombre de mucha nombradía en Nuevo León, tenía buena amistad con el marido de doña Melchora. Un día lo invitó a su rancho, y le pidió que llevara consigo a su mujer. La del general también estaría ahí.
Ya en el rancho, don Bonifacio, hombre bromista, le dijo al marido de doña Melchora:
-Ya estoy aburrido de vivir con mi vieja, y seguramente tú has de estar harto de la tuya. ¿Por qué no las cambiamos? Tú te vas con mi mujer, y yo me quedo con la tuya.
El esposo de doña Melchora siguió la broma, y la siguió también la señora del general. Ambos fingieron aceptar el trato. A doña Melchora no le gustó el arreglo. Le preguntó a don Bonifacio:
-¿Y yo qué salgo gananceando cambiando cabrón por cabrón?