Usted está aquí

Santero soy

Me gustan mucho los santitos. Tengo un montón de libros sobre ellos, desde la preciosísima Leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine, hasta la Enciclopedia de la Santidad, de Turner; pasando por el Flos Sanctorum que en traducción del Padre Ribadeneyra leía mi abuela Liberata cada día; el “Año Cristiano” de fray Justo Pérez de Urbel; la ornada Hagiografía, de Juan Ferrando Roig, y el delicioso y hasta travieso Diccionario de los Santos escrito por Dom Philippe Rouillard, benedictino.

Ni siquiera el Concilio Ecuménico Segundo, tan protestante él, pudo quitar poesía a ese santoral que a mí me dice tanto. Si por mí fuera yo haría lo que los señores de antes, que tenían en su casa un oratorio. No hace mucho tiempo estuve en Lagos de Moreno y fui alojado en la casa de un cierto laguense de los de antes. Me despertó a las 6 de la mañana un rumor de voces que parecían cantar o hablar a coro. Y es que mi cuarto estaba al lado del oratorio particular de aquel señor, donde todas las mañanas se oficiaba misa. Aquella fue la primera que pude oír en la cama, sin saber bien a bien cómo portarme.

Tendría yo en mi casa una capilla igual, si pudiera. Y no sería como son las iglesias de hoy, vacías de santos; sin Año Cristiano sus paredes. Mi oratorio estaría lleno de vírgenes, mártires, confesores y toda suerte de santificados. No haría caso de los historiadores de la Iglesia, que expulsaron del santoral a tantos santitos y santitas. ¡Como si alguien pudiera expulsar a una leyenda! La verdad es a veces la mayor y más inútil de todas las mentiras, y por encima de la historia, en lindas peanas hechas con fe de pueblo, siguen en los altares interiores Santa Bárbara Doncella líbrame de una centella, que no me caiga a mí, que le caiga a ella; San Jorge con todo y su dragón; San Cristóbal cargando sobre sus hombros de gigante a un Niño Dios que lleva en las pequeñas manos el orbe de la tierra: “Un poder tan sin segundo, / Cristóbal, reside en vos, / que cargando al mundo Dios / vos cargáis a Dios y al mundo”.

Más santos necesitamos, y no menos. Ya es santo Juan Dieguito, cuya fiesta es el 9 de diciembre, y ya son santos también muchos mártires de la lucha cristera. Pero también quiero que sean santos el Padre Pro, víctima inocente de la maldad más mala que ha visto este país, que tantas maldades ha mirado y sigue viendo; y el Beato Sebastián de Aparicio, primer charro, primer ingeniero de caminos, primer trailero que hubo en México... Pero ¿cómo queremos nuevos santos si los que ya tenemos los echamos a la bodega como trebejos, trastos inútiles o triques, que así llamamos en Saltillo a las cosas que ya dejaron de servir y ahora estorban?

Leonardo Sciaccia es autor de un cuento delicioso. El alcalde comunista de cierta aldea italiana se burlaba de su mujer, devota de Santa Bárbara, pues la Iglesia había quitado del almanaque a esa santa. Sucedió que un día el alcalde recibió una circular del Partido en la cual se le avisaba que los retratos de Stalin debían quitarse de los muros y arrojarse al fuego, pues de repente se había descubierto que el camarada Josef era un traidor enemigo de la causa del proletariado.

Lo que a la Iglesia le conviene es no menear la Historia -¡tantas historias pueden salir de ahí!- y tener más respeto a la leyenda. Quién sabe: a lo mejor, bien vistas ya las cosas, todo en la fe es leyenda más que historia.