Los ‘vicios’ procesales
El eminente jurista mexicano Ignacio Burgoa Orihuela, a quien se reconoce sobre todo por su obra en materia de amparo, es uno de los autores que se ocupó del tema en el libro “El proceso de Cristo”, cuya primera edición se publicó en el año 2000.
En el texto, Burgoa analiza, a partir de las normas romanas y hebreas vigentes en la época, los elementos que desde su perspectiva viciaron el procedimiento ante el Sanedrín y ante el pretor romano. La conclusión de su análisis es tajante: “hubo condena sin delito, pues el juez que la impuso, Pilato, lo creó”.
Por lo que hace a la legislación hebrea, Burgoa plantea que los integrantes del Sanedrín violaron diversos principios de las normas que regían su vida comunitaria. Tales normas derivaban, esencialmente, del Pentateuco, los primeros cinco libros del antiguo testamento que para los judíos constituye la Ley, o Torah.
De acuerdo con estas normas, los juicios criminales debían realizarse públicamente y durante el día, además de permitir la más amplia defensa de los acusados, desahogar de forma exhaustiva las pruebas e impedir que nuevos testigos comparecieran ante el Sanedrín una vez cerrada la instrucción.
Por otra parte, la Torah obliga a realizar una revisión de la sentencia dentro de los tres días siguientes, define como inválidas las declaraciones inculpatorias del acusado si no se encuentran respaldadas en pruebas y castiga severamente el falso testimonio.
Desde la perspectiva de Burgoa, ninguno de los principios anteriores fue respetado en el juicio conducido por el Sanedrín, constituyéndose en vicios de procedimiento que “invalidaron la sentencia condenatoria con la que culminó”.
Por lo que hace al derecho romano, el jurista señala que en este caso el juicio simplemente “no existió”, pues Pilato fue colocado por la autoridad hebrea ante un dilema político y no jurídico: ratificar una sentencia por un delito inexistente en el derecho romano, o condenar a Jesús por un delito previsto en las normas romanas pero que no había cometido.
Debido a ello, Pilato intentó diversas estrategias para librarse de la obligación de pronunciarse: remitir el caso a Herodes, conmutar la pena por azotes y contrastar el caso de Jesús con el de Barrabás. Al fracasar en su intento, y por temor a que su negativa provocara una insurrección en Judea, lo cual pondría fin a su carrera política, cedió ante el Sanedrín, no sin antes lavarse las manos.