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Síndrome de Estocolmo
Entre las opiniones de quien coge un periódico para fortalecer su sentido crítico, jamás he encontrado un apologista del régimen
Se antoja incluso tentador tratar de explicar nuestra condición político-social así como nuestra relación pueblo-Gobierno a través del consabido Síndrome de Estocolmo.
Esta reacción psicológica ha sido más dramatizada (en cine y tv) que estudiada con rigor científico. Pero bien o mal, casi cualquier individuo con preparatoria trunca puede medio describir de qué se trata. Hablamos de la identificación afectiva que puede surgir entre un rehén y su captor.
Se dice que, involucrados uno y otro en una situación de altísimo estrés, en la cual ambos comparten un objetivo común (resultar ilesos), puede despertar la mutua empatía, suscitar la colaboración y generar confianza que derive en un vínculo afectivo.
Se acuñó el término allá en los años 70 cuando, luego de un asalto bancario con rehenes, estos terminaron protegiendo a sus captores de la policía e incluso declarando en el juicio consecuente a favor de los asaltantes. Tales eventos ocurrieron (obvio) en la capital sueca y llamaron la atención del psiquiatra y asesor de la policía, Nils Bejerot, quien describió por primera vez esta anomalía de la conducta y le bautizó como ya todos le conocemos.
Incluso, en el ámbito doméstico, este fenómeno intenta explicar por qué una persona abusada permanece tanto tiempo al lado de una pareja violenta, profesándole una inexplicable fidelidad.
Me intriga saber si extrapolando el Síndrome de Estocolmo al campo de las ciencias sociales podríamos acaso entender por qué un pueblo celebra y refrenda al mismo régimen que lo oprime.
Sincerémonos y planteémoslo en otras palabras:
¿Es resultado del Síndrome de Estocolmo (o de su parangón en la escala masiva) lo que en Coahuila nos tiene vinculados hasta la codependencia con el Gobierno déspota, corrupto y represivo?
¿Es por ello que, en vez de repudiarlo, lo ratificamos en las urnas en cada oportunidad, pese a las sobradas evidencias de su naturaleza perniciosa?
¿Sufrimos sí o no los coahuilenses del Síndrome de Estocolmo al grado que ya hasta nos enamoramos de nuestros secuestradores?
¡Ah, verdad! Si un día, ahí con calmita, a algún buen sociólogo le da por analizar el complejo que nos ocupa desde la óptica de la conducta de las masas, no olvide que lo propusimos por primera vez aquí.
Pero volvamos a preguntarnos: ¿estamos tan enamorados de nuestros captores que, lejos de querer dejarlos, les aseguramos su permanencia sexenio tras sexenio?
¿Es tan pobre nuestro sentido de la seguridad? ¿Son tan severos nuestros traumas?
Pues a menos que, como ya le digo, un estudio serio venga a demostrarme lo contrario, me atrevo a afirmar desde mi más empírica observación que no.
¡No! Definitivamente no es enamoramiento, ni empatía generada por algún quiebre en la personalidad consecuencia de algún viejo trauma por abuso.
Y es que realmente no encuentro gente que verdaderamente abrace o celebre al régimen que juega el papel de secuestrador.
Muy diferente sería mi opinión si observara personas educadas y librepensadoras que le dieran su voto de confianza al Gobierno, al partido del que emana, a sus candidatos y funcionarios.
Pero por el contrario, sólo hay dos clases de personas capaces de darle sin pudores su espaldarazo al régimen priista que en Coahuila ya se precipita hacia el centenario:
Por un lado la gente pobre; pero hablo de los más desposeídos, sobre todo en el aspecto educativo, los que no tienen noción de desarrollo ni bien común. Ellos, a los que sí les hace diferencia una despensa, un bote de pintura, el almuerzo o el apoyo el día de los comicios.
Y, por supuesto, los que comen directamente del régimen, ya sea por una chambita o como proveedores. Los que con una rebanada o con migajas participan del festín que se da ese monstruo-ídolo-cerdo al que le deben su total adoración y se llama priato.
Por supuesto que las opiniones de los devotos de ese dios-marrano no cuentan, como tampoco contarían las de quienes desesperadamente quieren que triunfe en las urnas su candidato de oposición en específico porque están ansiosos de hacer lo propio, nomás quieren cambiar de puerco-divinidad. Las opiniones de uno y otro lado están viciadas, no son libres, no valen.
Pero quienes sólo deseábamos (anhelamos aún) ver un tímido atisbo de alternancia, quienes pedimos algo de saneamiento en el servicio público y, sobre todo, quienes queremos ver algo de justicia en contra de los perpetradores del estaticidio (la sistemática aniquilación de nuestra entidad); entre nosotros, jamás he visto que se le profese afecto alguno al desgobierno que nos subyuga.
Entre las opiniones de quien coge un periódico para leer algo más que alabanzas compradas, sino para buscar algo que fortalezca su sentido crítico, jamás he encontrado un apologista del régimen.
No, no creo que sea Síndrome de Estocolmo. Pero ello no significa que no seamos rehenes de un hato de malhechores.
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