Usted está aquí
Sonsear para siempre
Éste que voy a narrar es un cuento de frontera. Los cuentos de frontera son siempre muy sabrosos. Tienen el ingenio de la gente fronteriza, y su traviesa picardía. Especialmente los relatos norestenses -de Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León- recogen el talante y galanura de los mexicanos que por vivir en vecindad con el país del norte no pueden darse el lujo de nortearse.
Y va ese cuento. Sucede que dos parejas de compadres, vecinos de algún pequeño pueblo de por acá, decidieron pasarse “al otro lado”. No eran aquellos tiempos los de ahora, tan dificultosos, tan llenos de riesgos y peligros, de tragedias. Eran los años buenos, de mediados del pasado siglo, en que los braceros mexicanos eran bien recibidos por los gringos, si no bien tratados.
Se fueron, pues, los dos compadres, y se llevaron consigo a las dos comadres. Los cuatro hallaron trabajo en un plantío algodonero, donde los engancharon -así se decía- para hacer la pisca. Todos los días al amanecer el capataz le daba a cada uno su saca, que es un costal de lona, más largo que ancho, con una banda para colgarse del hombro mientras el pizcador lo va llenando con los capullos de la blanca fibra.
Pesada es la labor de quien recoge el algodón. Debe ir agachado. Así iba una de las comadres cierta mañana, agachada, tan agachada que las cortas enaguas que vestía se le levantaban y dejaban ver lo que más abajo llevaba la pizcadora.
Vio aquello su compadre, que venía atrás de ella, y le dijo:
-Comadre: permítame decirle que trae usted el calzón de mi compadre.
Sin inmutarse, sin volver la vista, respondió la comadre:
-Y no dudo que él se haya puesto el mío, porque anoche estuvimos sonseando para siempre.
¡Qué bonita expresión es ésa de “sonsear para siempre”! Sonsear quiere decir tontear, hacer o decir tonterías. En este caso la comadre usó esa palabra para significar que la noche anterior su marido y ella se habían entregado a los placeres de esa tan dulce tontería, el amor. Y lo de “para siempre” quería decir que hicieron eso con tanto frenesí, y tal duración, que la memoria de aquella noche no se les borraría nunca.
Así debe ser el amor, entiendo yo: un sonsear para siempre, una locura hermosa y duradera. No importa nada que los arrebatos de esa pasión nos lleven a cometer errores tales como el del compadre y su mujer. Eso es lo de menos. Lo demás es el sonsear, y hacerlo en tal manera que lo efímero se vuelva eterno. Sonsear, sí, pero para siempre. Ahí radica la esencia última de amar. Quien ha sonseado para siempre puede decir que encontró el verdadero amor. En el número de tan felices halladores se cuenta el que esto escribe. Por eso exclama con jubiloso –y agradecido- acento: Laus Deo. ¡Alabado sea Dios!