Suenen campanas

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Suenen campanas

Ha sido por el mismo rumbo, la calle de Abasolo y su prolongación en la carretera a Zacatecas. Dos parejas de tarahumaras, en distintos días, pero la misma imagen: él, delante de ella, a un metro de distancia. Su vestimenta, en contraste con la solemnidad en el rostro, cargada de algarabía. Caminan decididos, con una firmeza estoica sobre los vados y terrenos baldíos, ante la inexistencia de banquetas. Andan bajo los inclementes rayos del sol y la fuerza del viento.

Una de las parejas carga un niño. En este se hace más visible cómo el viento y el sol hacen mella en sus mejillas: resecas y cubiertas por un color rojizo que da idea de las tantas jornadas al aire libre.

Los ojos brillantes del niño no acusan recibo de que pudiera haber otra vida posible para él. Su mirada lo abarca todo y, chispeante, observa con atención cómo se desenvuelve la vida que hay a su paso. De pocas palabras sus padres, continúan su andar.

En los mismos días, más y más figuras en las calles. Aparecen más padres con niños en los brazos: hombres, mujeres y niños hondureños, que se detienen con el tráfico para pedir unas monedas. No pasa de un año el bebé que un hombre joven trae consigo. También, al igual que los tarahumaras, andando. También, cruzando por nuestra ciudad.

Son el hambre, la violencia, la inseguridad, la falta de oportunidades lo que los empuja a caminar, a pedir, a mendigar; es la esperanza de una vida mejor. Estruja observarlos pensando lo que imaginan habrá más adelante, sabiendo, como lo sabemos, el escenario en que serán recibidos.

¿No podríamos tener mejores condiciones para el auxilio? Este es uno de los más altos retos para el nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Para todos los gobiernos en que se presenta el fenómeno. Esperemos que la arrogancia con que habló Olga Sánchez Cordero, secretaria de Gobernación, hace unos días en relación a que en “apenas cinco de días de gobierno” habían resuelto “el tema de migración” en Tijuana, cuando la caravana de hondureños pretendía pasar a los Estados Unidos, se traduzca en un efectivo y permanente programa de ayuda humanitaria.

Como lo dio a conocer el Atlas de Migración elaborado por la Cepal y la FAO, los migrantes centroamericanos que atraviesan nuestro territorio están expuestos a violaciones a los derechos humanos, a la extorsión, a riesgos para su salud y su vida, al crimen organizado. Y se requiere, fuera de toda duda, que esos programas se echen a andar.

Cordero abundó: “Estados Unidos estará impresionado. Ustedes ya no han visto crisis humanitaria en el tema de Tijuana, se les dio un hospital móvil perfectamente bien instalado, recibieron carpas muy cómodas, cobijas y buena alimentación. La Marina nos apoya mucho para darles las tres comidas”.

Vaya, ¡qué bueno que Estados Unidos se impresionará! Ojalá y Sánchez Cordero y por supuesto su jefe, López Obrador, no pierdan de vista que detrás de sus palabras hay gente que sigue andando. Gente que sigue caminando en busca de un mejor futuro. Y son centroamericanos y mexicanos. No basta con apagar un fuego. Hay que seguir trabajando para que no se produzcan más.

Que la ayuda llegue. Que deje de ser el paisaje natural de nuestras ciudades el desesperado camino de la migración, de padres, hermanos, hijos: pequeños sin futuro en busca de respuestas y de esperanza. Las arrogantes palabras no sirven, ni los efectos de reducción de sueldos, si esto no va acompañado de realidades concretas, de programas específicos, que lleven a la reducción de los problemas que enfrentamos como país.

Las ciudades tienen ante sí la gran oportunidad de ayudar. ¿Cómo participar en los procesos? ¿Cómo ser parte activa en un fenómeno que tenemos a las puertas de nuestros hogares?

Que la festividad que hoy nos convoca sea un motivo de reflexión.

Feliz Nochebuena: que por todos suenen las campanas.