Usted está aquí
Tomar clase con los protagonistas de la revista ‘El Ateneo’
El curso natural del tiempo no pudo ya insuflar la vida por más tiempo a una revista estudiantil surgida en el seno del Ateneo Fuente, donde vio la luz pública por primera vez hace 100 años. La revista “El Ateneo” cobró fama y prestigio durante tres décadas de la primera mitad del siglo pasado, cuando Saltillo emergía con toda su fuerza a la literatura nacional y al estudio científico de la geografía y la historia de México. Yo, que sí soy del siglo pasado porque en él viví la mayor parte de mis años, alcancé la fortuna de tomar clase con algunos de sus protagonistas, dos poetas saltillenses y un erudito maestro historiador y latinista naturalizado coahuilense. Su evocación nació del trabajo de investigación que hoy publica el Suplemento de VANGUARDIA. En el repasar la historia había de cruzarse el recuerdo de esos tres grandes que dejaron su huella en las páginas de la revista y en su labor magisterial en las aulas.
Precedido por su fama de profesor sin concesiones, pisar las primeras veces el salón del maestro don Ildefonso Villarello hacía temblar las corvas. Traductor de latín, griego y hebreo, era conocido entre los ateneístas como maestro inflexible, incluso rígido y categórico. Solía usar el sarcasmo y la ironía para dirigirse a los alumnos indisciplinados o desinteresados, pero sin jamás ofenderlos ni humillarlos. Era hombre educado y respetuoso. Su sabiduría le dejaba ser condescendiente y hasta generoso con los estudiantes interesados y cumplidos. Después de algunas clases sabíamos que más allá de su dura fachada latía un corazón bondadoso. Su personalidad llenaba su cátedra, su voz profunda pero modulada, calmaba los ímpetus juveniles para emprender la declinación latina de “El Nombre de la Rosa” o contar la historia de Ícaro en su clase de latín. Fue mi maestro dos años más en la Normal Superior. Don Ildefonso publicó en la revista estudiantil a partir del año de 1941 algunos de sus trabajos de historiografía coahuilense y uno en particular sobre la historia del propio Ateneo Fuente.
En el otro extremo de la misma ala nororiente del edificio del Ateneo, la primera aula, la nueve, era el salón de don Federico González Náñez. Su apodo, el Nibelungo, hacía honor a aquella parte de la literatura medieval que más amaba y en la que se detenía más largamente. No sin razón, el estudiantado jamás escatimó a los profesores el sobrenombre ingenioso. Tal parecía que al narrar el antiguo cantar de gesta, empuñara la espada y, portando el manto para hacerse invisible que Sigfrido les robó a los nibelungos, se transportaba a la época del medievo a aquel pueblo mitológico de las leyendas germanas. Don Federico nunca perdía el control de la clase, por más que pareciera estar en otro mundo.
En la Normal Superior tomé su clase de teoría y preceptiva literaria. Nos enseñaba los misterios y las leyes de la forma y el contenido de la obra literaria, pero al llegar a la retórica y a la métrica, el maestro González Náñez se transformaba en el poeta “Federico Leonardo” para enseñar a sus alumnos el sentido figurado del lenguaje y explicar las figuras retóricas. Sus preferidas eran la metáfora, la sinécdoque, las sinónimas y los tropos. Alto, muy blanco y güero, jamás retiraba sus anteojos de su rostro y el cigarrillo de sus labios, que fumaba con fruición mientras impartía su clase. En los años 40 inició en las páginas de “El Ateneo”.
También en la Escuela Normal Superior asistí a la clase de literatura del maestro don Margarito Arizpe. Exquisito poeta, publicó en la revista desde los primeros números. Agobiado por los años, subía los peldaños de la larga escalera principal, despacito y con su libro bajo el brazo. Tomaba asiento en su salón y un poco inclinado en su escritorio, leía con toda calma en voz alta a sus poetas y autores preferidos. Después de un rato, sus ojos inquisitivos buscaban por encima de sus gafas un lector que continuara la lectura. Poco tiempo después se jubiló.