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Traductores de lo indecible
Lo común es pensar en el artista como un creador o modelador de nuevos mundos. Pero los hay que son intermediarios entre las esferas no mundanas y las humanas, traductores de lo pronunciado por una voz mística al lenguaje de los hombres.
En el códice de Wiesbaden, datado entre 1179 y 1200, aparece una bella ilustración. Una mujer en hábito religioso, sentada, con los ojos cerrados y tensos labios turgentes que sugieren concentración. Lenguas de flamas se precipitan desde lo alto lamiéndole la parte alta del rostro. En su mano derecha un señalador de madera indica un punto en las tablas que reposan sobre la rodilla izquierda. Frente a ella, un monje tonsurado la observa con atención mientras sostiene pliegos de papel.
El religioso es Volmar, quien toma registro de las revelaciones divinas de Hildegard von Bingen. Ella no pierde noción de la realidad durante sus trances místicos, lo cual le permite dictar al monje los mensajes, que vienen a ella en forma de visones, de voces, o de música.
Hildegard von Bingen nació en 1098 en Bermersheim von der Höhe, pequeño poblado del Sacro Imperio Romano Germánico. Vivió 81 años. Fue teóloga, filósofa y herbolaria. Además, nos dejó en su “Symphonia armonie celestium revelationum” un compendio de revelaciones musicales; cantos monofónicos con movimientos melódicos ciertamente atrevidos para la tradición sacro-musical de su época, y poseedores de gran dulzura, así como de efecto hipnótico. Dios hablaba a Hildegard y ella lo comunicaba a sus amanuenses para que llevaran el mensaje al género humano. Era una mensajera, un factor en la comunicación Dios-humanidad.
La siguiente imagen no está registrada en ningún códice.
Inclinado sobre el piano de un hospital psiquiátrico, un hombre de porte aristocrático y ojos de infinita claridad pulsa una sola tecla. Una y otra vez, Giacinto Scelsi hace sonar la nota de la bemol, y si llega a percutir algunas teclas vecinas es solo para invocar los armónicos del sonido primigenio. El hombre frente al piano sopesa y experimenta las infinitas posibilidades tímbricas de un solo tono.
Scelsi nació en 1905 en La Spezia, provincia italiana. En su juventud conoció las vanguardias musicales. Experimentó con la atonalidad y el serialismo dodecafónico de Schönberg. Una crisis mental lo llevó al internamiento psiquiátrico. Viajó al Tibet y conoció las filosofías orientales. Una especie de iluminación musical lo hizo renegar de todo lo anterior, al punto de destruir sus composiciones.
A finales de los cincuenta, con su piano y su “ondinola” (protosintetizador que le permitía modificar un sonido en desplazamientos microtonales), Scelsi solamente recibía en su casa a un selecto grupo de músicos de oído privilegiado para dictarles lo que él mismo no sabía escribir; una música que es un continuum, un fluir perpetuo, murmullo de la existencia; música que es alegoría del Om, sonido primordial, monótono, pero infinito en sus posibilidades.
También Scelsi era un mensajero, un elemento más en la comunicación, pero no era Dios quien se precipitaba como flama sobre su imaginación: era la Naturaleza, o bien, el Tao, quien murmuraba en su mente principios esenciales, los cuales Giacinto traducía a sus amanuenses para que transcribieran en el pentagrama el sonido fluyente e inagotable del Uno.
No solo los siglos separan a Hildegard de Giacinto, también la naturaleza de su pulsión musical. Pero ambos eran filtros de emanaciones cuya génesis tenía lugar en las esferas trascendentales, cósmicas, más allá de lo humano.