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Tres gatos maúllan una canción de despedida
Por: Laura Luz Morales
Mi abuela creía en los presentimientos y así se lo inculcó a sus hijos. Crecí en una familia que prefería creer en los augurios del clima, en las premoniciones avisadas en sueños, en esoterismos transmitidos de generación en generación, mientras cuestionaba los diagnósticos de los doctores. De niña escuchaba fascinada las historias. La tía Constanza vaticinaba las enfermedades de los más cercanos; por supuesto, revelaba sus presagios después de conocerse las valoraciones médicas. “¡Les dije! ¿O no les dije? Que había soñado con Tadeo quejándose de un dolor en el estómago. Eso fue dos días antes de que lo internaran. ¿Que no les dije? ¡Claro que sí! ¡A alguien le conté, estoy segura!”. El tío Erasmo hablaba con los muertos, fantasmas que le describían cómo era la luz que les llevaba al Paraíso. Sólo la oveja negra de la familia, Carmelo, quien murió a palazos después de violar a la hija de una señora adinerada, había terminado en el infierno. “Soporto sus visitas porque era mi hermano y porque siempre me dice quién será el siguiente en morir. Los demonios saben eso, los ángeles no”. Mi prima Eréndira jura que se desmayó dos horas antes de aquella terrible balacera en la salida a la carretera a Monterrey. Un mensajero divino le anunció el encontronazo entre cárteles y hasta le mostró una imagen del futuro; una imagen en la que alcanzó a contar veintitrés muertos. Desde entonces relata esa historia en las reuniones familiares y niega, categórica, la cifra oficial de los periódicos: dos sicarios abatidos. Siempre es lo mismo. Alguien se marea, le duele la cabeza o experimenta un hueco en el estómago, y la explicación lógica es que se le está revelando la próxima tragedia.
Mi abuela decía que el cuerpo es el sabio más grande. El que enferma y sana a voluntad, el que comprende más pronto que la mente o el espíritu. Los dolores en la espalda significan rencores sin superar; los del pecho, un amor que no ha sido confesado. Las reumas avisan de una próxima lluvia; la comezón en el ombligo, la llegada de alguien importante. Por eso confiaba en los presentimientos y en sus síntomas fisiológicos como si estuviera ante verdades científicas. Yo, una cínica, pensaba que eran invenciones de gente necia rogando atención.
Esa mañana me encontraba en el comedor de la oficina. Me servía mi segunda taza de café cuando llegó Ofelia y me preguntó por el expediente de uno de los clientes. Le dije que no estaba segura porque los expedientes de años pasados habían sido divididos en cajas y que unas estaban atrás de las copiadoras y otras en la bodega.
–¿Sabes dónde está o no? –preguntó con ese sonsonete altanero que debe esconder la falta de orgasmos.
–No lo sé –dije, impasible. –Necesito revisar primero las cajas del rincón.
–Apúrate, me urge –exigió.
–Ahora voy –respondí sin apresurarme, mientras revolvía el café negro con marcada delicadeza, casi como si estuviera realizando un procedimiento quirúrgico.
En eso, sucedió. Sentí un dolor en el pecho, como un golpe seco que me cortó la respiración. Por un momento pensé que me ahogaría. Piernas y manos se me entumecieron. Sensación irreconocible, inexplicable, como si una enorme piedra se me hubiera atorado en la garganta y fuera imposible tragarla con saliva. Solté la taza de café, que se hizo pedazos en el piso. Fue entonces cuando pensé en mi abuela. Les dicen presentimientos, pero son más que eso. Hay una certeza que se esconde en cada átomo del organismo, evidencia palpable que se manifiesta una mañana cualquiera, en el comedor de la oficina, cuando preparas café frente a una persona odiosa.
Busqué a tientas el brazo de una silla y me dejé caer. Ofelia se acercó deprisa y colocó su rechoncha mano en mi frente, supongo que por simple reflejo.
–¿Qué pasó? ¿Te sientes mal? –parecía preocupada, pero se trataba de esa preocupación que detesto: la de quien presencia un accidente en la carretera y habla con cierta emoción al 911; la de quien es testigo de un robo y aparece orgulloso en el noticiero; la de quienes encuentran protagonismo en la escena, como si fueran personajes importantes en una desgracia impropia, pasajera.
–¡Estoy bien! –dije, apartándola de mala gana. De pronto, sentí una necesidad absurda de pedirle: Ofelia, ¿podrías hablar a mi casa y preguntes si Ignacio ha muerto?
“¡Qué estupidez!”, reaccioné a tiempo. Pero al llegar a mi lugar telefoneé a la enfermera.
–Todo bien, señora –dijo en un bostezo, que luego intentó disimular. –Su esposo está dormido, ha estado muy tranquilo.
–¿Tomó sus medicamentos?
–A la hora exacta.
–¿Has notado algo extraño?
–¿Extraño cómo?
–Nada, olvídalo. ¿Preguntó por mí?
–No, señora, pero es que ha estado dormido todo el día. Descansando, ya sabe.
–Bien… –guardé silencio.
–No se preocupe, señora. Usted trabaje, yo aquí me hago cargo del enfermito. No le pasa nada, está descansando.
“Está descansando”. La frase me sonó también premonitoria. Eso me dirían los conocidos un día: “Ya está descansando, todo estará mejor ahora”.
Mi cuerpo gritaba que ese día había llegado.
A la seis en punto salí del despacho. Estaba por caer la tarde y al caminar hacia casa, mi sombra dibujaba un espectro tristón en el pavimento. Intenté tranquilizarme. Recordé que cada tres meses los doctores declaraban una fecha terminal y que también cada tres meses rectificaban la sentencia con otros tres meses más. Porque Ignacio se aferraba a la vida, aunque el estertor confundiera su ánimo combativo.
Me quedé petrificada frente a la entrada, a punto de descubrir si existía alguna certidumbre en los presentimientos. Quise moverme, pero las piernas me temblaban. Temí desvanecerme del miedo y del dolor y de la seguridad de mis síntomas. Muy cierto, pensé: el cuerpo avisa las tragedias.
Pero no entré a la casa. Incluso, olvidé a Ignacio cuando detecté la fetidez. “Ese olor”, pronuncié quedito. Me concentré en descifrar aquel misterioso tufo, como a comida descompuesta desde hacía varios días, hasta que descubrí que provenía de la casa vecina. Me acerqué para tocarle a Bertha, la viuda que vive al lado, sola; la viuda que ya nadie visita. Un gato que saltó desde su ventana me hizo retroceder. Otros tres gatos salieron por el hueco; aunque no sé mucho sobre estos animales, se veían satisfechos, bien alimentados. Maullaban en conjunto lo que me pareció una taciturna canción de despedida. Se me enchinó la piel, pero el nudo en la garganta desapareció; y me sentí importante, como protagonista de una desgracia impropia, pasajera.
Laura Luz Morales
Periodista y escritora
Laura Luz Morales (Saltillo, 1982). Colaboradora del periódico VANGUARDIA. Ha publicado cuento en las revistas literarias La Negra Plata y Pola, y en la antología Estos son mis papeles. Ha publicado las novelas Xibalbá (2016, Acequia Madre) y ¿Cómo crees que se enamoran los patos? (2018, IMCS).