Un fusilamiento

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Un fusilamiento

El 15 de agosto de 1855 las fuerzas republicanas del coronel Victoriano Cepeda llegaron a El Cedral, San Luis Potosí, donde en la casa grande de la hacienda estaba fortificada una fuerza imperial de franceses y mexicanos partidarios de Maximiliano. Protegido por ancho valladar y por fuerzas de infantería adelantadas el enemigo se hizo fuerte, y comandado por el conde de La Hayrie, hombre de la más rancia nobleza parisina, militar de carrera, aguardaba confiado el ataque de los republicanos. Infructuoso al principio fue ese ataque: las acometidas ordenadas por Cepeda se estrellaban contra la inexpugnable muralla de la hacienda, hasta el punto en que don Victoriano pensó abandonar el sitio, pues tendría que sacrificar a muchos de sus soldados para sacar a los imperialistas de aquella formidable posición.

Pedro Agüero, que por entonces había ascendido ya al grado de alférez, pidió a su superior que le diera permiso de asaltar la casa junto con diez de sus hombres. La licencia le fue concedida. El aguerrido pateño burló mañosamente la vigilancia de los centinelas, saltó con sus soldados la barda e irrumpió en el patio.. Con salva atronadora de fusilería puso pánico en los defensores, que abrieron las puertas de la hacienda y salieron a hacer frente en campo abierto a quienes con tal audacia los acometían.

Ahí don Victoriano los enfrentó en combate cuerpo a cuerpo. Pedro Agüero, de regreso en la línea de combate, se topó con un francés. En duelo singular a balazos le quitó la vida con un certero disparo en la cabeza. Acabado el combate, y dueños los republicanos del campo, supo Agüero que el hombre a quien había dado muerte era el mismísimo conde La Hayrie. Recibiría después, conservados para él por el administrador de la hacienda, el albardón del muerto y una “zorra” o bolsa de cuero que igualmente había pertenecido a aquel noble francés. ¡Qué azares tiene la guerra! Un pobre campesino de México puso fin a la existencia y a la orgullosa carrera militar de un hombre noble y rico.

Azar más misterioso aún, que el buen don Pedro Agüero jamás pudo explicarse, fue otro episodio de su vida de soldado. Contaba él que siendo teniente de caballería luchó en Bocas, también San Luis Potosí, contra el regimiento de la Emperatriz. Venció otra vez el ejército republicano, e hizo buen número de prisioneros. Entre ellos estaba un joven, casi niño, de nacionalidad francesa, que apenas llegaría a los 15 años de edad. Compadecido del pequeño, que seguramente iba a morir fusilado igual que sus compañeros, Agüero le pidió a don Victoriano Cepeda la vida del muchacho. Le dijo que quería llevarlo a Patos –hoy General Cepeda- para darle después la libertad. Accedió el coronel a la petición de su fiel subordinado, pero por una extraña prevención de disciplina le ordenó que pusiera al jovencito en la fila de los condenados, advirtiendo al pelotón de fusilamiento que no disparara contra él. Así se hizo. Y Pedro Agüero, que presenciaba la ejecución, vio con asombro que el joven se desplomaba al sonar la descarga. Fue hacia él con el médico del batallón, y con sorpresa vieron que, intocado por las balas, el muchacho estaba muerto. Cuando contaba eso, ya en su ancianidad, don Pedro Agüero meneaba tristemente la cabeza como no dando todavía crédito a lo que había sucedido en aquella tristísima ocasión.