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Un recuerdo de Palomas
Soy de Saltillo, claro. Aquí miré la luz primera, y aquí -espero- habré de ver la última terrena antes de mirar otra luz más radiosa que ojalá no venga acompañada de calor.
Soy de Saltillo, dije. Mi más remota raíz, sin embargo, está en Arteaga. De Palomas vinieron mis abuelos, los paternos y los maternos. Los cuatro nacieron en ese umbral de la montaña. Tengo casa en la villa. Pequeñita, pero ya lo decían los antiguos: “Magna, aliena, parva. Parva, propria, magna”. Una casa grande, si es ajena, es pequeña. Una casa pequeña, si es propia, es grande.
Por eso quiero a Arteaga, declarado con justicia Pueblo Mágico. En aras y arras de ese amor por la antañona Villa sacaré en esta página un pequeño rosario de memorias.
Tiempos de mucha dificultad eran aquellos, y, para muchos, calamitosos tiempos. Acababan de entrar en vigor -y en rigor- las decantadas Leyes de Reforma salidas de la mente de don Benito Juárez y de su cohorte de liberales puros.
No podemos imaginar ahora, en esta época civil y laica, la tormenta levantada por esos ordenamientos, calificados por muchos católicos devotos –casi todos lo eran- de decretos heréticos, sacrílegos y demoníacos. Los sagrados derechos de la Iglesia -sobre todo el de los diezmos y primicias- eran inicuamente conculcados; las propiedades de la Santa Madre se sacaban a pública almoneda; desaparecían los privilegios de los jerarcas eclesiásticos, antes intocables.
Las buenas gentes de Palomas se hacían cruces delante de tan enormes novedades. Ninguna duda había: se iba a acabar el mundo; había llegado el Anticristo. En la plaza, al salir de misa, los vecinos formaban corros, y bajando la voz, temerosos, intercambiaban opiniones. En las tertulias de las casas las señoras mostraban sus escándalos con grandes ayes y azorados oyes. ¿Que ahora se debían llevar los niños a una oficina del Gobierno para avisarle que habían nacido? ¿Que ya el panteón no iba a ser terreno sagrado, sino tierra bruta donde se podrían enterrar hasta protestantes y suicidas? ¿Que ya no se le iban a dar al padrecito los diezmos de las cosechas, las primicias de los ganados?
Le preguntaban todos a don Miguel Treviño, abogado de los que dicen “huizacheros”, escribiente en la notaría de San Isidro y litigante en el juzgado municipal; le preguntaban qué leyes eran aquellas, tan fuera de razón. Y don Miguel abría los brazos, consternado, y confesaba lleno de apuro que no sabía nada, que nada entendía. “Al tiempo -farfullaba-. Hay que dejarlo todo al tiempo”. Seguirá.