No sé si las historias que me cuentan en mis viajes son verdaderas o inventadas. Yo creo que son verdaderas, porque sólo la vida podría inventar esas historias.
Tomen ustedes por ejemplo ésta. Me fue narrada por un hombre joven que atribuyó lo sucedido a “un amigo”. Tengo para mí que él mismo era el protagonista del relato.
Sucede que el tal amigo era hombre de profundos sentimientos religiosos. Católico practicante, rezador, nunca faltaba a misa los domingos, y si podía iba también a oírla entre semana. Comulgaba los primeros viernes -devoción adquirida en su niñez-, y tenía presentes todas las fiestas de la Iglesia. En la oficina lo juzgaban un poco chiflado, pues era el único que llegaba los miércoles de ceniza ostentando en la frente la mancha admonitoria.
Persona muy distinta era su esposa. A ella le gustaba la buena vida-ésta-, y no pensaba en la otra. Jamás compartía las devociones de su marido, y mientras él rezaba sus oraciones de la noche ella veía la tele. “Supongo -le decía- que tus rezos alcanzarán para los dos”.
A él le mortificaban mucho las ligerezas de su mujer. Pensaba en su alma. Pero ella lo que quería es que pensara en su cuerpo, pues era mujer ardiente, proclive a la libídine. En lo tocante al acto del amor no sólo le gustaba el tema: también las variaciones. Insistía en practicar acrobacias que a él lo llenaban de inquietud: pensaba que cambiar tantas veces de postura, o hacer tal o cual cosa con manos o con boca, seguramente era pecado.
Cierto día el joven marido fue una fiesta de hombres solos para despedir de la soltería a un compañero de trabajo. Al terminar el festejo, ya muy noche, los amigos determinaron seguir la juerga en un burdel. Él se resistía a ir a ese sitio, pero los demás lo metieron a la fuerza en el automóvil, y hubo de acompañarlos velis nolis, o sea a querer o no.
Llegaron, empezaron a beber, y a poco cada uno tenía ya su pareja, escogida entre las damas que ahí prestaban sus servicios y todo lo demás. No así el personaje de la historia. Rechazó a la que le asignaron, pidió una cerveza y se aplicó a beberla con lentitud, temeroso de beber más y caer en alguna tentación.
Fue entonces cuando vio a la mujer. Era una prostituta, desde luego, pero estaba haciendo algo que no tenía explicación. Apartada de todas y de todos, en un rincón oscuro, recorría las cuentas de un rosario. Estaba rezando, no cabía duda. El hombre fue hacia ella.
-¿Me permite que la acompañe?
-Desde luego -respondió ella ocultando con prisa el rosario.
-No -la detuvo él-. Quiero decir que si permite que la acompañe en sus oraciones. A mí también me gusta rezar el rosario.
-¿De veras? -se asombró ella-. Yo lo rezo cada vez que puedo, para pedir perdón por mis pecados.
-Yo tengo más que usted -dijo él-. Podemos entonces rezar juntos.
-Está bien -aceptó ella-. “Por la señal de la santa cruz...”.
Así empezó el primero de muchos rosarios que luego rezarían juntos en aquellas extrañas circunstancias.
Ésta es la historia increíble que escuché, la de un hombre que con su esposa hace cosas de lubricidad concupiscente y busca luego la compañía de una puta para rezar con ella. Ganas me dan de decir que el mundo anda al revés. Pero eso sería calumniar al mundo, que siempre anda derecho. Los que a veces andamos enrevesados somos los humanos.