Una mirada en Ixtepec

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Una mirada en Ixtepec

A la memoria de don Francisco José Madero

 

Siempre con una vaga sensación de vacío en el estómago subía al pódium dominada por los nervios. No era el fuerte de quien esto escribe hacer la presentación de las principales autoridades de la primera fila en alguno que otro evento. Pero una dulce mirada desde esos asientos delanteros lo resolvía todo en un instante. Podía equivocarme en pronunciar su nombre y decir “José Francisco Madero” en lugar del correcto: “Francisco José Madero González”, pero bastaban sus ojos para saber que no había ningún problema. Lo recuerdo entrañablemente, con esa mirada en la que cabía la bondad, la ternura, la comprensión.

Si me equivocaba esa noche, sus ojos mostraban una sonrisa que hacía juego con la que dibujaban los labios. Y al acabar todo aquello, remataba ya con palabras: “Oh, no se preocupe, no pasa nada”. Como oceánica describe Miguel Alessio Robles la de su tío Francisco I. Madero, de quien llevaba el primer nombre, y de quien también heredó de aquella la bondadosa inmensidad. 

La mirada, ese corazón que se abre sin que apenas nos apercibamos. Entrañables imágenes nos dota de ella la literatura. Y justo pensaba sobre eso hace unos días cuando imaginaba el poderío de una pluma al retratar, al concebir con palabras lo que tanto pueden expresar los ojos. Millones de estos retratos los encontramos en el mar literario. Hoy me entrego a uno de ellos que causó honda impresión en mí.

En “Los Recuerdos del Porvenir”, de Elena Garro, aparece un personaje indiscutiblemente principal, un forastero en el pueblo que cuenta su propia historia: Ixtepec. Maravillosamente ejecutado, el libro es el primer acercamiento a lo que tan magistralmente conocimos después con Gabriel García Márquez, el realismo mágico. “La inercia de los días repetidos (…) el porvenir que era la repetición del pasado”, en una historia cuyo telón de fondo es sobrenatural y trágica. 

Ahí, ese forastero de nombre Felipe Hurtado. “El Mexicano” que llegaba al pueblo, en una visita que nadie esperaba, en medio del aroma de la tisana de hojas de naranjos, y constituyéndose en el “no contaminado por la desdicha”. Este hombre había hecho que por primera vez en mucho tiempo los almendros se llenaran de aves, las calles de Ixtepec levantaran “luces y reflejos en las piedras y en las hojas de los árboles”. Llegaría para, por un momento, arrancar del pueblo la tristeza y transformarla en luz y en esperanza. Proveer de ilusión, aunque en sus adentros la tristeza y el desencanto tuvieran asiento en el nombre de una mujer: Julia, la amante del general que dominaba la plaza. 

Julia, la que parecía “una alta flor iluminando la noche y era imposible no mirar…”, indiferente ante la ira del general que la celaba de cuantas miradas se posaban en ella.

De Felipe Hurtado es la mirada que ocupa dos líneas de este texto. Dos líneas que bastan para iluminar todo el libro de la sugestiva Elena Garro. A su arribo a Ixtepec, vestido con traje de casimir oscuro, una gorra de viaje y un pequeño maletín, se dirige al único hotel del pueblo. Conversa ahí con el dueño, Pepa Ocampo, quien le muestra la habitación de piso de ladrillo que ocupará: dentro, plantas de sombra y una cama matrimonial forjada en hierro blanco.

Don Pepe explicaba al extranjero la aflictiva situación del olvidado pueblo de Ixtepec, quejándose de la llegada de malos tiempos comparados con aquellos tan buenos en lejanos días, cuando el joven forastero le ofrece un cigarrillo. Ocampo lo observaba y vio sus ojos “hondos, con ríos y ovejas que balaban tristes dentro de ellos”.

¡Apenas un par de líneas para procurar una imagen tan cargada de imágenes! El tiempo, el tiempo de Ixtepec, nos daría el significado pleno de esta imagen en aquel forastero en un pueblo hundido entre la Revolución y la Guerra Cristera.

A cuántas imágenes nos puede remitir una mirada. Son ellas tan entrañables a nosotros como las personas que son sus dueñas.