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Una ofrenda
El otro día, a propósito del Halloween y Día de Muertos, alguien me preguntó si creo en los fenómenos sobrenaturales. Sí creo, a condición de que sean naturales. Entonces sí. Porque los fenómenos naturales, si se les mira bien, son muy sobrenaturales.
A mí nunca me ha sucedido ver espantos. He visto últimamente, sí, muchachas y muchachos de los llamados “emos”, todos de negro hasta los pies vestidos, con el pelo pintado de color fiucha y un aro en la nariz. Esa visión es muy impresionante, lo que sea de cada quién; pero cosas extrañas, lo que se llama extrañas, relacionadas con el otro mundo, jamás he visto una. Y espero nunca verla, porque soy muy temeroso -empleo un eufemismo-, y de seguro la visión de cualquier ente de ultratumba me causaría una impresión tremenda.
Lo que voy a contar ahora, sin embargo, es rigurosamente cierto. Una vez fungí como miembro del H. Jurado Calificador en un concurso de altares de muertos. Los participantes erigieron coloridas ofrendas en homenaje a la memoria de señoras y señores de la tercera edad que pasaron a la cuarta dimensión, quiero decir que no están ya entre nosotros. Todo iba muy bien, sin novedades, hasta que llegamos al altar dedicado a un cierto señor don Celedonio, que fue en vida velador al servicio del Gobierno del Estado. Cuando el cumplido señor se jubiló, se puso a vender tunas en la vía pública. También fue inspirado poeta -le hacía siempre un corrido al gobernador de turno-, y autor de reflexiones muy profundas sobre la vida, el amor y otros temas de bastante importancia. Don Celedonio, se nos informó, había pasado a mejor vida hacía poco tiempo.
Mirando estábamos su altar cuando de pronto, sin aviso alguno, se encendió el papel de China que adornaba la ofrenda. Se alzaron llamaradas a las cuales quizá no pueda darse el calificativo de ingentes, palabra de uso obligado en estos casos, pues las ingentes llamas medían apenas unos 10 centímetros de altura, pero de cualquier modo eran para preocupar.
-¡Fuego! ¡Fuego! -gritó una señora en la mejor tradición dramática del caso.
Afortunadamente en circunstancias como ésta nunca falta alguien que sabe exactamente lo que se debe hacer. Yo no pertenezco a esa útil especie: al primer ¡fuego! que dijo la señora ya estaba yo en la puerta del local, y el segundo grito apenas lo alcancé a oír a la distancia. Pero después me contaron que un señor tomó la jarra de agua de chía que estaba sobre el altar y roció su contenido en forma tan competente que apagó las llamas. Con razón decía mi tía Lola que la chía tiene eficaz virtud. Seguramente el agua común no habría tenido efecto similar.
Conjurado el siniestro siguió la lectura de la biografía de don Celedonio, cosa que aproveché para regresar muy espichadito, como si no hubiera huido del peligro. Y de repente, otro fenómeno sobrenatural. ¡Zas! Cayó al suelo, como empujado por misteriosa fuerza, el alto pedestal que sostenía un gran jarrón de flores. El estrépito fue internacional. Salí corriendo otra vez, ahora con más velocidad, por el entrenamiento previo.
No creo en cosas sobrenaturales, ya lo dije. Pero, por si las dudas, di mi voto al altar erigido en memoria de don Celedonio. Nadie sabe.