Vértigo: lo importante en la vida

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Vértigo: lo importante en la vida

En medio de estos tiempos de consumismo, los estándares en nuestra sociedad se enfocan más en lo externo, dejando de lado lo que se lleva en el interior

"Vivimos en la cultura del consumismo, no es ya simplemente consumo, porque consumir es totalmente necesario. Consumismo significa que todo en nuestra vida se mide con esos estándares de consumo. En primer lugar el planeta, que es visto como un mero contenedor de potencial explotable. Pero también las relaciones humanas se viven desde el punto de vista de cliente y de objeto de consumo. Mantenemos a nuestro compañero o compañera a nuestro lado mientras nos produce satisfacción, igual que un modelo de teléfono. En una relación entre humanos aplicar este sistema causa muchísimo sufrimiento. Cambiar esta situación exigiría una verdadera revolución cultural. Es normal que queramos ser felices, pero hemos olvidado todas las formas de ser felices. Solo nos queda una, la felicidad de comprar. Cuando uno compra algo que desea se siente feliz, pero es un fenómeno temporal”.

Estas graves palabras de Zygmunt Bauman invitan a reflexionar, a discernir sobre lo que verdaderamente tiene valor en la vida, ejercicio arduo en estos tiempos pues estamos atrapados en la vorágine del materialismo, la rapidez, el desmedido afán de poseer o sencillamente por el ajetreo del trabajo diario.

Una manifestación práctica del materialismo es el consumismo; ese consumismo referido por Bauman que se ha convertido en una cultura; consumismo exagerado, desenfrenado, que supera por mucho lo que las personas necesitamos para vivir dignamente, que provoca una grave confusión entre tener, poseer y ser persona.

INFLADOS

Pareciera que hoy si no vistes o calzas con tal o cual marca, si no vives en cierto sector de la ciudad (en una isla endémica), si no estudias en determinada escuela, si no perteneces a tal club, si careces del último modelo de automóvil, si en las vacaciones no viajas a la playa de moda, si no tienes una determinada profesión, o, sencillamente, si no tienes cuentas bancarias abultadas, entonces no vales nada. Si no tienes tal puesto, posición económica o social, entonces ni siquiera existes.

El derecho a existir pareciera que depende de lo material, de la acumulación de bienes, de la temporalidad, de la herencia, de tener fortuna, fama, reconocimiento, o prestigio. Pareciera que somos aparadores andantes: solamente visibles, existentes y útiles si tenemos o si podemos mostrar “algo”.

Nos inflamos con aire caliente como si fuéramos globos viajeros sin rumbo. Buscamos y tratamos de conseguir, a toda costa, lo útil, lo perecedero, lo inmediato, lo insustancial, sin siquiera percatarnos que lo sabroso de la vida es la misma existencia y el sentido de trascendencia que de ella emana. Que la vida está dentro de nosotros mismos.

Esta situación, originada en parte por el egoísmo y la ignorancia, tiene alcances insospechados.

Por ejemplo, los jóvenes –los mismos que suelen pregonar la libertad e igualdad– también se dividen por razones económicas, conformando sus propias zonas de segregación. Tampoco es alejado de la realidad que las familias se contrasten entre sí por la “calidad económica” de sus amistades, o por el monto de las matrículas de las escuelas en donde asisten los hijos.

CÓDIGO POSTAL

Desafortunadamente, esta situación pareciera que también existe en las escuelas (y lo más grave que suelen ser las mismas que profesan el camino de Cristo), pues en muchas de ellas es común observar la manera en que los alumnos son tratados diferencialmente, dependiendo del poder económico de sus padres.

Los padres de familia que caen en este vértigo encauzan a sus hijos en alocadas carreras por llegar con más y siempre en primer lugar a no sé qué tantas insustanciales metas. Los matrimonios fracasan al compararse con otros “exitosos matrimonios”, con esos que poseen más, viajan más, construyen casas más grandes, sin percatase de los infiernos que viven silenciosa, íntima y anónimamente, precisamente, esos con los cuales se comparan.

Los niños sufren al comparase o sentirse comparados.  Buenas personas se convierten en arrogantes e insufribles al conseguir tal o cual puesto o al cambiar de código postal. Inclusive, en el ámbito de la religión, llegamos a fabricar a nuestras conveniencias distintos Cristos: el de los pobres y el de los ricos, el de tal o cual escuela, tal o cual sacerdote, tales o cuales indulgencias, o  tal o cual denominación.

En el caso de la política las mejores promesas mueren asesinadas en manos de los ambiciosos, corruptos e insaciables, que solamente anhelan incrementar sus ya abultados bolsillos.

OLVIDAMOS

Olvidamos que no requerimos tanto para vivir bien; que ni el dinero, ni los títulos, ni las profesiones o puestos, se requieren para ser personas plenas.

Olvidamos que “un lujo verdadero es un encuentro humano, un momento de silencio ante la creación, el gozo de una obra de arte o de un trabajo bien hecho”.

Olvidamos que lo más valioso de vida es gratuito: el tiempo para compartir con los que queremos, la luz del día, la amistad, la capacidad de asombro, la posibilidad de caminar, dormir, pensar, cantar, llorar y reír. Que todo esto, y millones de placeres sencillos, están al alcance de cualquier persona, independientemente de lo que tenga o no tenga, pues no se pueden adquirir en el mercado, sino viviendo serenamente.

De hecho, suele suceder que entre más posesiones tenga una persona, su capacidad de disfrutar de los momentos que brindan auténtico gozo disminuye considerablemente. Por eso que razón tiene el poeta al afirmar que “el mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”. ¡Vaya paradoja!

EL HUECO

Ante este asombro me reencontré con un pasaje que tiempo atrás había leído de Martín Descalzo:

“En el mundo -dice el autor- hay dos clases de hombres: los que valen por lo que son y los que sólo valen por los cargos que ocupan o por los títulos que ostentan. Los primeros están llenos; tienen el alma rebosante; pueden ocupar o no puestos importantes, pero nada ganan realmente cuando entran en ellos y nada pierden al abandonarlo. Y el día que mueren dejan un hueco en el mundo. Los segundos están tan llenos como una percha, que nada vale si no se le cuelgan encima vestidos o abrigos. Empiezan no sólo a brillar, sino incluso a existir, cuando les nombran catedráticos, embajadores o ministros, y regresan a la existencia el día que pierden tratamiento y títulos. El día que mueren, lejos de dejar un hueco en el mundo, se limitan a ocuparlo en un cementerio.

“Y, a pesar de ser así las cosas, lo verdaderamente asombroso -continua Martín- es que la inmensa mayoría de las personas no lucha por “ser” alguien, sino por tener “algo”; no se apasiona por llenar su alma, sino por ocupar un sillón; no se pregunta qué tiene por dentro, sino que va a ponerse por fuera. Tal vez sea ésta la razón por la que en el mundo hay tantas marionetas y tan pocas, tan poquitas personas (….) Lo grave del problema es que, aunque todos sabemos que la fama, el prestigio y el poder suelen ser simples globos hinchados, nos pasamos la mitad de la vida peleándonos por lo que sabemos que es aire”.

INMUNES

Qué razón tiene Martín: de tantas cosas que nos colgamos, olvidamos que somos personas y no percheros, seres humanos y no escaparates. De tanto afanar por poseer más, olvidamos que no somos globos hinchados, sino seres únicos e irrepetibles, con vocación a soñar, a creer, a emprender nuevos caminos, sendas inéditas.

Insisto. De tanto consumismo, de tanta ceguera, extraviamos lo que auténticamente nos distingue como seres humanos: no es el peso de comparar y poseer, tampoco la cantidad y el valor de los haberes que poseemos, ni el lugar en donde residimos, sino lo ancho y profundo de nuestras almas, la manera en que puede consumarse nuestro personal, eterno, e incomparable ser. Encontrar este sentido es un reto auténtico de la existencia.

En mucho, somos lo que no podemos comprar, pero el vértigo de la postmodernidad nos ha convertido en seres inmunes a este entendimiento.

cgutierrez@tec.mx

Programa Emprendedor

Tec de Monterrey Campus Saltillo