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Viento de otoño
Un vientecillo fresco anuncia el inminente otoño. Llega sorprendiendo por la mañana, cuando también sobre el jardín se han posado diminutas gotas de rocío. El paisaje se va tornando amarillento. Las primeras hojas de los árboles están cayendo gradualmente y formando instantáneas breves de ocres en el suelo.
Las esferas de luz a través de los árboles, lo que los japoneses llaman Komorebi, se van haciendo más tenues. La brillantez del verano va cediendo su paso y nos vamos encontrando con iluminaciones más suaves que difuminan los contrastes.
Las sombras se hacen menos pronunciadas durante el día, y ya apreciamos cómo el día tarda en aparecer y la noche llega más pronto. Menos luces, menos calor, más la invitación a la intimidad y al recogimiento.
Lo que fueron intensos rojos y violetas en la copa de los árboles, han dicho adiós. Ha comenzado la transformación de la naturaleza.
Ha comenzado el aleteo de las hojas, jugando al viento. Una danza de ires y venires de la cual a veces salimos bendecidos cuando una de ellas logra aterrizar sobre nuestras cabezas y dejar coloridas estampas en el suelo.
Las recientes lluvias favorecen la atmósfera de frescor. Las hojas se visten de cristales de plata, y en los naranjos vienen madurando los frutos.
Son estos aun de un verde militar y con el tamaño de pelota de ping pong. Conforme pasen los tres meses del otoño, el árbol estallará en amarillos. En medio del jardín, aparecerán jugosas naranjas, deleite de las aves y espectáculo fantástico, de la temporada invernal. Será diciembre el mes que las reciba.
En el árbol del cerezo, rayos del sol mañaneros obtienen efectos luminosos sobre los sepias tristones. Árbol que creció largo y espigado, la pronunciación al cielo en una oración de esperanza.
La luz, en minutos de esta mañana de domingo, avanza sobre el tronco y, en los últimos suspiros del verano incandescente que ha sido, le dará un mediodía y una tarde de treinta grados.
Intensos azules del cielo de Saltillo. Al amanecer, maravillosas combinaciones de rubí y oro; y en el atardecer, la gama de violeta, amarillos y escarlatas.
Debajo de este cielo de sueño, un colibrí se posa en la copa de un árbol. Toma de ahí el néctar y en su centelleante movimiento vuela hacia uno y hacia otro más.
A él se unen las palomas que, a diferencia del colibrí, permanecen más tiempo en una rama. Pueden mantenerse en ella por un buen rato hasta que algo o alguien las impulsa a continuar su vuelo. “Palominos”, se me aclara.
Pronto, en este mundo de las aves, comenzará la retirada. Adiós a las golondrinas, unidas nuestras voces a las de Gustavo Adolfo Bécquer en la nostalgia de la ida y el anhelo frustrado del regreso:
Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar, / y otra vez con el ala a sus cristales, / jugando llamarán / Pero aquellas que el vuelo refrenaban / tu hermosura y mi dicha a contemplar, / aquellas que aprendieron nuestros nombres / ésas... ¡no volverán!
En el preludio del otoño, el anhelo por los días más íntimos y profundos del año. Donde comienza la transformación, cuando el canto de las aves se vuelve más melancólico y pareciera que alargara un lamento de despedida.
La nostálgica imagen de la parvada en busca de nuevos aires y de nuevos soles. Ellas que se van; algunas que regresan. Unas que lo lograron. Otras que se quedaron. Y así, como en una imagen de lo que la vida misma es para cada uno.
Con Neruda, esta bella imagen: “El viento de la noche gira en el cielo y canta”.
Alcohol y velocidad
Una vez más, una muerte más. De nuevo, la ciudad se despertó el domingo 31 con la noticia de una muerte más ocurrida por la combinación de alcohol y velocidad. ¿Hasta cuándo?