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En una destartalada granja de cerdos cerca de Wuxi, en la provincia China de Jiangsu, un extranjero se baja de un taxi y pide que le permitan hacer una pequeña encuesta. La familia que allí vive se sorprende: su pequeña propiedad queda al final de una ruta pedregosa en medio de los arrozales. Un lugar donde rara vez llegan extranjeros en taxis, pidiendo permiso para hablar con la gente.
El extraño se llama Philip Lymbery, director de un grupo activista interesado en mejorar y apoyar la Producción Porcina Mundial.
Lymbery observa que las condiciones de crianza de los cerdos son deprimentes: los animales crecen apretujados en jaulas, casi sin espacio para moverse.
Y las condiciones de vida de las familias no eran mucho mejores.
Paquetes de jeringas
Lymbery está en esa región de China para investigar si las heces de los cerdos están contaminando las fuentes de agua de la región. Y trata de convencer a los granjeros de que le permitan acceder al lugar para tomar muestras de los desechos fecales de los cerdos y de las aguas de los pozos y ríos.
La granjera dueña del lugar, acepta con beneplácito la invitación a conversar con el extranjero.
Lymbery confirma que la dueña de la granja tira los desechos al río, aunque sabe que no debería hacerlo, pero señala que no hay problema porque es cuestión de sobornar a un funcionario local.
Mientras tanto, algo llama la atención de Lymbery: paquetes vacíos de jeringas. “Son para inyectar antibióticos a los cerdos”, le dice la dueña de la granja.
-¿Los prescribió un veterinario?, pregunta Lymbery.
No, le explica la granjera, no es necesario tener una receta para comprarlos. Así ahorra dinero. Y como los cerdos engordan, gana más en las ventas.
En todo caso, los veterinarios cobran muy caro, mientras que los antibióticos son baratos, así que inyecta a sus cerdos rutinariamente con la esperanza de que no se enfermen y así no tener que llamar al veterinario.
Y está lejos de ser la única en hacerlo. Las apretadas e inmundas condiciones de las granjas de producción intensiva son caldo de cultivo para las enfermedades; pero los antibióticos ayudan a mantenerlas bajo control.
Humanos en la trampa
Los científicos como Lymbery estaban estudiando los microbios presentes en los intestinos de los cerdos para entender por qué los animales necesitaban dosis cada vez más altas de antibióticos, pero los granjeros no necesitan saber la razón: sencillamente saben que harán más dinero si sus animales son más gordos.
No extraña entonces que muchos animales, incluso los que están sanos, sean inyectados con antibióticos.
De hecho, en las grandes economías emergentes, donde la demanda de carne está creciendo con el aumento de los salarios, el uso de antibióticos en la crianza de cerdos va camino a duplicarse en los próximos 20 años.
Y el uso generalizado de antibióticos cuando no son necesarios, por supuesto, que no se limita solamente a la crianza de animales.
Muchos médicos familiares son responsables de que la gente también use los antibióticos con frecuencia , y esos médicos deberían estar conscientes del daño que causan, y también los dueños de farmacias y veterinarias, que permiten que la gente compre antibióticos sin prescripción.
Pero a las bacterias no les importa quién tiene la culpa. Las bacterias tienen sus propios intereses, entre ellos luchar por sus vidas. Así que ellas están muy ocupadas desarrollando resistencia contra los antibióticos, mientras que los expertos de Salud Pública temen que estemos en el umbral de la Era Posantibiótica, es decir, la Era en que los antibióticos pasarán a la historia.
Un estudio reciente estimó que para 2050 las bacterias farmacorresistentes matarán a 10 millones de personas al año, más de las que mueren por cáncer en la actualidad.
Es difícil calcular el costo monetario de que los antibióticos se vuelvan inútiles, pero los expertos estiman la cifra en 100 mil millones de dólares.
El peligro del egoísmo
Cuando en 1945 la penicilina —el primer antibiótico producido en masa— salía en grandes cantidades de los laboratorios que los fabricaban, Alexander Fleming, su descubridor aprovechó la ceremonia en la que lo galardonaron con el Premio Nobel de Medicina, compartido con Ernst Boris Chain y Howard Walter Florey, para hacer una advertencia…
El científico escocés, que pasó a la historia por haber sido el primero en observar los efectos de la penicilina, previno a los asistentes con estas palabras:
“No es difícil hacer que los microbios se vuelvan resistentes a la penicilina, sabemos que en el laboratorio basta con exponerlos a bajas concentraciones y luego aumentar las dosis a medida que el caso lo requiera”.
A Fleming le preocupaba que un ‘ignorante’ de esa realidad usara dosis muy bajas de penicilina, porque eso daría paso a la evolución de bacterias que se volverían cada vez más resistentes a las medicaciones.
Así que desde el principio conocíamos los riesgos, pero los ignoramos por interés propio.
Me tomo un antibiótico porque me conviene, es decir porque podría matar las bacterias que causan una enfermedad, pero al final puedo provocar un desastre que me afecte no solo a mí, sino a toda la sociedad. Ese desastre ocurrió y se llama ‘bacterias resistentes a los antibióticos’.
La Tragedia de los comunes
Supongamos que me enfermo: quizás es un virus, lo que significa que es inútil tomar antibióticos, por que los antibióticos no matan a los virus.
Pero quizá hay alguna posibilidad de que los antibióticos aceleren mi recuperación, lo cual me llevaría a tomar aunque fuera una dosis muy baja de uno de ellos, quien quite y me cure.
O supongamos que tengo una granja de cerdos, y que darle dosis bajas de antibióticos los engorda. Suena perfecto. El problema es que sería una manera segura de crear nuevas bacterias fármacorresistentes.
Pero ese no es mi problema. Mi único interés es ganar más dinero, así que si mis entradas cubren el costo de los antibióticos, le aplicaré las dosis necesarias a mis animales.
Ese es un ejemplo clásico de lo que se conoce como ‘la tragedia de los bienes en común’, en la que individuos motivados por el interés personal actúan racionalmente pero terminan creando un desastre colectivo que a final de cuentas no les conviene a ellos ni a sus vecinos.
En el siglo pasado, hasta la década de los ‘70s, los científicos continuaron descubriendo nuevos antibióticos, de manera que cuando una bacteria desarrollaba resistencia a esos antibióticos, podían introducir uno nuevo. Pero ese pozo se secó, y ahora urge el desarrollo de nuevos antibióticos.
La lección que tenemos que aprender es que el mundo necesita medicinas que sólo se usen cuando sean estrictamente necesarias.
Tocineta sin antibióticos
Dinamarca es mundialmente famosa por su tocino y por controlar estrictamente el uso de antibióticos en la crianza de cerdos.
Una de sus claves ha sido mejorar las regulaciones para hacer que las condiciones de vida de los animales sean mejores. Entre ellas darles más espacio y pulcritud, lo que significa menos estrés y menos enfermedades.
Los estudios indican que cuando los animales de crianza viven en un ambiente sano y limpio, los antibióticos no tienen necesidad de usarse.
Es el caso contrario de los cerdos criados en las granjas mencionadas al principio de este artículo: las intenciones de la granjera de Wuxi, en China, eran buenas, pero ella no contaba con mucho espacio para criar a sus cerdos, y tampoco comprendía lo que implicaba el uso frecuente de antibióticos. Pero incluso si ella lo hubiera entendido, enfrentaría el mismo dilema: si quería cerdos gordos, que puedieran venderse en el mercado, tenía que seguir usando los antibióticos, aunque fuera a dosis cada vez má altas. Era una cuestión de supervivencia...
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