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Marina
Por: ELENA GÓMEZ
Aquel día, Arnulfo Prudencio se levantó alegre. Besó a su mujer y saltó de un brinco del catre en el que se encontraban, se dirigió al viejo ropero astillado de pino agigantado por el minúsculo cuarto en el que vivían él y Marina. Lo abrió poniendo al descubierto el único par de camisas que tenía. Eligió la de rayas azules delgadas que usaba para el paseo dominical. Se sentía contento y por alguna razón pensó que sería un buen día para verse bien. Se acicaló mirándose detenidamente en el espejo que había pegado con resistol sobre la pared. Se vio cansado y ojeroso, pero de buen ánimo.
Mientras Arnulfo terminaba de vestirse, Marina en la cocina se apresuraba echando gordas pa’ echarle lonche. El denso y sabroso olor del guiso de huevo con papas frito en el aceite, se esparcía por los dos cuartos, en tanto que ella molcajeteaba tres serranos y un guaje pa’ que quedara bien picoso. Extendió la servilleta de tela floreada de costal, puso una tortilla en la palma de su mano, la ahuecó y la rellenó con el guiso, siguió con otra hasta contar seis. Envolvió las gordas con la servilleta y dejó listo el itacate sobre la mesa.
Arnulfo introdujo su lonche en la mochila gastada por los años donde ya había guardado el cambio de ropa con el que haría su jornada. Abrió el candado y liberó de la cadena la bicicleta cubierta por un fino polvo blanco traído desde la pedrera. Enredó la cadena en el tubo oxidado que salía del piso de tierra dura y partió. Pedaleó por el mismo paseo que había recorrido por dos años diariamente. Al ir avanzando observaba y reconocía cada casa, cada árbol; sabía bien donde girar el manubrio y cómo y cuándo esquivar el montón de grava de la Calle Ocho y al perro de la esquina. Cómo le molestaba tener que desviarse de su ruta para poder evitar ese montón. Como si no fuera suficiente trabajar ocho horas rodeado de piedras: grandes, pequeñas, redondas y poliformes, subiendo y bajando, rodando y sonando al chocar unas con otras. Veía cómo se trituraban hasta volverse polvo para luego llenar los bultos.
Su mente brincó de un pensamiento a otro hasta desembocar en la nada. Apretó el manubrio, retomó esa idea sobre la grava y recordó la rola que tocaba la radio de pilas todas las mañanas mientras él se encontraba modorro en la cama: Las piedras rodando se encuentran y tú y yo algún día nos tendremos que encontrar, tarareó un poco y al avanzar hacia la calle central recordó, sin proponérselo, el puño de guijarros que fue juntando Marina mientras limpiaba los frijoles la noche anterior. Y ese pensamiento lo llevó a otro. Vio las bellísimas manos regordetas y suaves de Marina acariciando cada frijol pinto como una cuenta entre sus dedos. Siempre había pensado que el sonido que hacían los frijoles mientras su mujer los limpiaba era igual al ruido de las cuentas del rosario cuando ella las iba pasando una a una al rezar. Y también le gustaba imaginar que mientras separaba los frijoles vanos de los buenos, las pecas de Marina se le desprendían y quedaban pegadas en la cáscara de los granos. Cómo le encantaba llegar a casa por la tarde y ser recibido por el olor a tortilla de harina y frijoles de la olla recién cocidos. Así se quedó imaginando unos segundos mientras aceleraba el pedaleo para cruzar la calle.
Luego se acordó de la enorme roca donde, sentados bajo el pirul, él y Marina gastaron las tardes y se juraron compañía. Dio la vuelta a la izquierda y por fin llegó.
Saludó a Don Pedro, el vigilante.
Se levantó la pluma. La bicicleta y Arnulfo entraron en el estacionamiento de la pedrera. Se apeó y la amarró al tiempo que veía llegar a Juan Fermín, su compañero de turno. Se saludaron y juntos, con la mochila en la espalda, entraron a los vestidores. Cada uno cambió su ropa de salir por la ropa vieja y decolorada por el constante contacto con la piedra pulverizada y el sol.
Checaron: ocho en punto. Entraron al área de gusanos.
La banda plástica esperaba quieta su llegada. Se dispusieron como cada mañana a iniciar su día. Juan Fermín encendió el motor de la máquina mientras Arnulfo empezaba a echar la primera carga de piedras sobre la banda transportadora. Una de ellas se atoró frenando por completo el movimiento. Arnulfo vio lo que ocurría y metió las manos para destrabar la roca.
La banda lo atoró y empezó a tragarlo. De golpe, se le vinieron a la cabeza las manos de su Marina, los guijarros, el montón de grava de la Calle Ocho y el montón de polvo en el que estaba a punto de convertirse. Juan Fermín metió las manos para jalar a su amigo, pero la máquina lo trituró igual que al montón de piedras que Arnulfo acababa de cargar.
Los huesos crujieron. Hay sangre salpicada en la pared semejando brochazos irregulares; confundidos con las piedras se ve un zapato y varios puños de camisa hechos jirones. Un pie descalzo con el hueso expuesto queda sobre el concreto gris. El olor a hierro invade el ambiente.
Elena Gómez
MAESTRA
(México, D.F.)
Ha publicado en México, Canadá y Estados Unidos. Obtuvo el primer lugar en el concurso del Estado de Coahuila de cuento infantil ilustrado con Zapalinamé, con el que también participó en el programa CINEMA México (IMCINE) 2018. Merecedora del reconocimiento PECDA 2018 a su trabajo literario en la categoría Creadores con trayectoria. Ha leído algunos de sus poemas en el Palacio de Bellas Artes y en el Centro Cultural Villaurrutia de la Ciudad de México.